Aquella noche caviló y caviló hasta que, jugando con las acepciones de “tiempo”, finalmente se le ocurrieron aquellos versos que hasta hoy cantamos cada que amamos y añoramos la dicha inicua de perder el tiempo.
Una tarde de inicios de 1980, Vicente Ortega Colunga (1917-1985), director de la revista Su Otro Yo, y su inseparable amigo, el poeta y periodista Renato Leduc (1897-1986), cruzan las puertas batientes de la cantina La Nochebuena, en la esquina de Luis Moya e Independencia, en la Ciudad de México, centro neurálgico de un hervidero de bardos, novelistas y periodistas que lo mismo derrochaban sonetos o disertaciones, que bacardís campechanos o cubas de ron Negrita añejo.
Leduc, de eterno aire de donjuán aventurero y bon vivant, tenía fama de “bohemio” –mote que no le agradaba, pues entonces era sinónimo de atorrante– y de docto en tabernáculos y cantinas, así que solían recibirlo con deferencia en dichos templos, como si de la visita de un patriarca bíblico se tratara.
Aquella tarde, en La Nochebuena, no fue la excepción. Los parroquianos y contertulios interrumpieron lo que estuvieran haciendo para saludarlo. Según Carlos Monsiváis, antes de Jaime Sabines, Renato fue el poeta más popular y leído en México, particularmente entre 1930 y 1960. Se dice que su libro Prometeo sifilítico (1934), cuyo título ya revela su picardía y peladez fina, se fotocopiaba por miles y se leía a escondidas en casi todas las escuelas preparatorias del país.
Así pues, la plétora de venias y admiraciones no se hicieron esperar para aquel poeta de edad provecta. También era costumbre que el trío de boleros en turno interpretara para él su célebre soneto Tiempo, aquel que reza “Sabia virtud de conocer el tiempo/ A tiempo amar y desatarse a tiempo…”, musicalizado por Rubén Fuentes en los años sesenta e inmortalizado por las voces de Marco Antonio Muñiz y José José.
Entonces Leduc, que había sido telegrafista para la División del Norte, bajo las órdenes de Pablo C. Seáñez y Rodolfo Fierro, solía contar cómo escribió dicho soneto: luego de su participación en la Revolución mexicana, había retomado sus estudios en el Colegio de San Ildefonso. Ahí intentó tomar clases de literatura castellana con el maestro Erasmo Castellanos Quinto, pero el grupo se había llenado y tuvo que cursar esa misma materia con Julio Torri.
Torri “era un hombre bajito, tartamudo, y como además hablaba muy quedito, y en aquel entonces no había micrófonos, lo único que le podíamos escuchar eran sus tartamudeces. Esto hacía la clase muy aburrida”. Para distraerse, entre los alumnos apostaban para ver quién era capaz de componer cuartetas en un máximo de tres minutos. En una ocasión, un compañero suyo, el tabasqueño Adán Santana, retó a Leduc a que compusiera un soneto con el pie de verso “hay que darle tiempo al tiempo”.
Leduc se devanó los sesos sin lograr el desafío. En son de burla y delante de todos, su condiscípulo le recordó ufano: “Yo creí que porque haces versitos sabías siquiera que la palabra tiempo no tiene rima”. Ofendido y maltratado por la inquina, Renato pagó la apuesta, se fue a casa, consultó el diccionario y comprobó que efectivamente el vocablo “tiempo” no tiene consonante.
Como telegrafista, Leduc conocía el valor de las palabras. Aquella noche caviló y caviló hasta que, jugando con las acepciones de “tiempo”, finalmente se le ocurrieron aquellos versos que hasta hoy cantamos cada que amamos y añoramos la dicha inicua de perder el tiempo.
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Sabia virtud de conocer el tiempo