Cuando conocí a Francisco Villa

Las memorias del inglés Patrick O’Hea

Craig White

Patrick O’Hea fue un inglés que vivió en varias localidades del norte de México durante los años más álgidos de nuestra revolución. Fue administrador de haciendas, gerente de una fábrica jabonera y vicecónsul británico en Torreón. Una de sus experiencias más vivaces pero agotadoras fue tratar con Francisco Villa, una persona muy volátil de acuerdo con su estado de ánimo, que bien podía ser un ángel o un demonio. Estas y otras vivencias las plasmó en sus memorias tituladas Reminiscencias de la Revolución Mexicana, publicadas en inglés en 1966 y de las que se toman los fragmentos presentados a continuación.

 

El encuentro con Villa

Siendo administrador de la hacienda Cruces en Durango, O’Hea se exaltó en la mitad de la noche debido a un golpe a su puerta. “El jefe le llama”, dijo una voz afuera. Escoltado con vigor, O’Hea se dirigió a la choza del herrero, donde estaba

sentado un hombre apenas iluminado por la luz de las velas al otro lado de la mesa. Aquel desconocido le hizo preguntas relacionadas con los movimientos de tropas y guerrillas en la zona, en un estilo impersonal, con su sombrero estilo texano inmutable y sin alterar postura alguna.

—El hombre me pareció enorme, no por obeso sino por sus huesos y músculos, las manos grandes y fuertes acompañadas por el acento y la jerga más grosera del norte que brotaba de su lengua. Recuerdo responder a una de sus preguntas con: “No puedo decirlo”, implicando que en español sería igual a “no lo sé”. Entonces levantó una mano, como una amenaza, y dijo tal obscenidad que me hizo contener el habla. Por un instante vislumbré una frente ancha y unos ojos verde avellana de una cualidad peculiarmente penetrante.

—Tartamudeando y sudando rectifiqué la frase, y aparentemente con mayor confianza, el extraño echó hacia atrás el sombrero, revelando un cabello oscuro y rizado, una cabeza grande de proporciones finas y un mentón fuerte debajo de una boca de labios sueltos bordeada por un bigote irregular. Se levantó y se movió, ceñido fuertemente con una sola pistola, sentí sus músculos bien coordinados y fuertes; y cuando el extraño finalmente tomó mi mano para despedirse, elevó la vela y pude ver una vez más la aguda mirada de esos ojos color avellana.

Era 1911 y en las moribundas brasas del Porfiriato Patrick O’Hea acababa de conocer al legendario Pancho Villa. A lo largo de los años siguientes, los dos se convirtieron en buenos conocidos; quién sabe, tal vez hasta se consideraron amigos.

Rodolfo Fierro

Durante los años de esta guerra civil, O’Hea también chocó con Rodolfo el Carnicero Fierro, ya conocido por ser el verdugo a las órdenes de Villa. Fue en un viaje en diligencia entre el pueblo de Pedriceña y la hacienda Cruces, cuando aparecieron sorpresivamente cinco jinetes galopando y disparando sus armas. Rápidos como un relámpago, lo pusieron boca abajo tragando polvo mientras lo escudriñaban y confiscaban su arma. Finalmente le permitieron ponerse en pie y darse la vuelta. Para su sorpresa se encontró de frente contra su propio revólver empuñado por Fierro.

—Muy borracho debió estar Rodolfo Fierro en ese momento porque sacudió perceptiblemente la pistola hacia abajo mientras apretaba el gatillo, usando cada vez más fuerza a medida que el arma no disparaba y cumplía su propósito de enviarme a la eternidad. Con una mirada de desconcierto volvió a estabilizar la pequeña arma, pero otra vez el martillo no cayó sobre el cartucho y de nuevo seguí con vida.

Un confundido Fierro examinó varias veces el arma comparándola con la suya. Una mueca, que intentó ser sonrisa, apareció en los labios de O’Hea quien armado de valor se disculpó por la confusión y le mostró a Fierro donde estaba el seguro. Rodolfo disparó repentinamente al suelo. Con los ojos nublados y oliendo a alcohol, lo maldijo por no explicarle antes que era extranjero. Le preguntó datos sobre los lugares donde estuvo anteriormente, intentando obtener información de sus enemigos, y finalmente devolvió el arma diciendo sonrientemente: “Cuando vuelva a suceder, puede volver a salvarte la vida”.

La pelea por la Comarca Lagunera

En 1914 O’Hea fue nombrado administrador de la Compañía Industrial Jabonera de la Laguna en Gómez Palacio, Durango. El 22 de marzo quedó atrapado en la guerra cuando la División del Norte preparó el asalto contra el atrincherado ejército federal en esa población. Escuchó el retumbar de la División del Norte sobre el ferrocarril montada en variopintos trenes con vagones abollados, propulsados por asmáticas locomotoras grises por el polvo del desierto. La primera de las unidades móviles estaba cubierta de soldados que pululaban como abejas en los techos, se aferraban a los costados de los vagones y envolvían los lentos motores intercalados con secciones de ametralladoras en góndolas de acero. En un solo carro, completamente plano, estaba el cañón más grande de Villa llamado el Niño.

Se desató un atronador bombardeo, apoyado por oleada tras oleada de asaltos de infantería y caballería. La lucha se transformó en intercambios de artillería mutuos durante el día, la de los villistas principalmente contra el cerro de la Pila que los federales intentaron consolidar como una fortaleza a toda costa; mientras tanto, de noche, los rebeldes lanzaron sus ataques más fuertes, con fuego de armas pequeñas, ametralladoras y bombas de dinamita hechas a mano contra los federales que a pesar de su inferior número y la terrible experiencia del bombardeo diurno, vertió un fuego mortífero sobre sus asaltantes. “Uno se preguntaba ¿cómo alguien podría sobrevivir a esto? Muchos hombres murieron como moscas durante la batalla”.

Ante la tragedia, O’Hea resguardó a cuarenta personas en el interior de la bóveda de la fábrica jabonera. Los federales rechazaron seis ataques más, pero en la noche del 26 de marzo cedieron ante la presión y cruzaron el río Nazas hacia Torreón, a escasos diez kilómetros al este.

Las villistas entraron por fin a Gómez Palacio, donde O’Hea intentó controlar los saqueos al almacén de la Jabonera bajo su custodia. Poco tiempo después de la tropa, el mismo Villa, con los ojos inyectados en sangre, las mejillas sin afeitar y la ropa hecha jirones, se bajó de la locomotora que lo condujo a la estación. O’Hea acudió a él para solicitar protección para la Jabonera y su contenido, misma que le fue concedida. Con esto los soldados abandonaron todo acto de rapiña; tal era el peso de una orden del jefe.

Casi enseguida Gómez Palacio fue objeto de un inmenso fuego de artillería proveniente de la vecina Torreón. De esa lluvia de proyectiles ensordecedores uno atravesó la pared de la habitación de O’Hea haciendo trizas su cama, donde por suerte no se encontraba. Tras este evento se aventuró a Torreón ondeando una bandera blanca. Ahí logró entrevistarse con el general al mando, José Refugio Velasco. En calidad de civil y extranjero, le indicó que sería prudente ordenar a sus artilleros elevar un poco la mira de sus cañones para que no le dieran a su casa y sí a algún objetivo válido. Velasco lo saludó cortésmente, sonrió, levantó los binoculares para verificar la posición y ordenó los cambios. Sin embargo, pocos serían los disparos que efectuó nuevamente. Los revolucionarios eran imparables. El general Velasco soltaba desesperadamente locomotoras cargadas de dinamita por la vía férrea hacia Gómez Palacio para, en un acto de suerte, dar un gran golpe a los rebeldes. Villa se tomó muy en serio hacerlos pagar por tan ruin estrategia y finalmente Torreón también fue capturada por los rebeldes.

Con dicha toma, Villa controló todos los ferrocarriles y redes de comunicación en el norte de México. Estaba en el apogeo de su poder. Pese al caos por todos temido, Patrick señaló que se llegó a caminar por las calles sin problemas o montar en los trenes villistas sin ser molestado. La cotidianeidad prosiguió y tal era la seguridad en la victoria revolucionaria que observó llevar sobre los hombros de ocho cargadores el armazón de la cama más grande que había visto. No doble sino cuádruple, con todos sus enseres listos, y especialmente adornados con cintas, para uso inmediato. Resultó que Villa se volvía a casar.

 

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