Ricas y poderosas

Cómo convertirse en una mujer adinerada en el siglo XIX

 

Anne Staples

La mejor manera era heredar. Si la madre tenía recursos propios, al morir podía dejarlos a las hijas; si el padre había acumulado suficiente capital, podía incluir a las hijas en su testamento.

 

Los parientes, fueran tíos o incluso padrinos, solían hacer legados testamentarios a favor de las mujeres. Otra fuente de riqueza para ellas era la fortuna del marido si le precedía a la muerte. Un ejemplo muy conocido es la famosa Güera Rodríguez, que se casó en segundas nupcias a los veintiocho años con un señor de 53, que murió a los seis meses y le dejó suficiente dinero para vivir holgadamente el resto de su vida.

Heredar, si la mujer tenía edad suficiente, significaba gastar el dinero como mejor le pareciera, siempre y cuando no estuviera casada, pues en este caso, el marido administraba su dinero y ella no podía firmar contratos sin su permiso. Como ha constatado la investigadora Silvia Arrom, las viudas o las solteras emancipadas de la patria potestad del padre o del tutor podían disponer libremente de sus bienes; las casadas solo las arras y la dote.

Las mujeres recibían las arras a la hora de casarse, que debía ser –pero no era lo común– la décima parte de la fortuna del futuro marido. Y podían recibir la dote, su herencia adelantada de parte de sus padres. En ambos casos, el marido administraba el dinero o las propiedades, pero no tenía el derecho de utilizarlos para pagar sus deudas. En contraste con otros países, las mexicanas heredaban libremente tanto las arras como la dote, así que hubo una transmisión de riqueza de una generación de mujeres a la siguiente, sin depender de la voluntad de los varones.

Una manera de volverse rica, si no lo fuera uno desde antes, era casarse con un hombre acaudalado. La madre de Leona Vicario, una joven de veinticinco años, se casó con un exitoso viudo peninsular, lo que cambió el destino de toda su familia. Debido a este enlace, pudo sostener los estudios de su hermano, que terminó siendo rector de la Real y Pontificia Universidad de México, y quien, a su vez y gracias a un ventajoso matrimonio, tuvo la posibilidad de financiar los estudios de sus otros dos hermanos y mantener a toda su familia y a su madre.

Cuando el primer conde de Regla contrajo matrimonio a los avanzados 46 años, lo hizo con una joven de aristocrático linaje empobrecido, la hija de la condesa de Miravalle. La Güera, que ya mencionamos, casó a una hija suya con el heredero del título de conde de Regla, ya no tan rico como su abuelo, pero de bolsillos más llenos que los de la Güera. Abundan los ejemplos en la historia de la Nueva España y del México independiente.

Otra categoría de mujeres ricas, que ya lo eran o que recibieron herencias en algún momento de la vida, eran las monjas. No solemos pensar en ellas como mujeres con fortuna, ya que tomaban votos de pobreza, pero esta era relativa. En los conventos mejor dotados, solo las novicias cuyas familias tuvieron dinero suficiente para pagar dotes de tres mil o cuatro mil pesos, más los muchos gastos de la profesión y los fondos que requerían para cubrir sus “necesidades”, ingresaban en ellos.

Estas mujeres vivían rodeadas de obras de arte que excitaban su piedad, la buena música elevaba sus espíritus hacia el cielo, las extensas huertas les daban la paz y tranquilidad necesarias para reunirse con su esposo Cristo, y las celdas estaban hechas a la medida de sus bolsillos y las posibilidades económicas de sus familias.

En el convento de San Jerónimo, por ejemplo, hubo una especie de mercado de bienes raíces, ya que, al desocupar una celda con buena orientación y espacio, la familia de una monja podía comprarla y convertirla en un condominio vertical, a veces de tres pisos de altura, con escaleras, azotea, recámaras, cocina y sala de estar. La monja podía tener a sus órdenes una mandadera y una cocinera, más niñas y parientes que la acompañaran en su vida enclaustrada. Eran conjuntos familiares o no familiares, que reproducían la estructura social del mundo secular fuera de los muros conventuales.

No solo las monjas habitaban las enormes construcciones monacales que más bien eran una colección de casas contiguas, encerradas para formar un claustro, pero sin la uniformidad arquitectónica que caracterizaban los conventos para hombres. Las familias solían enviar al convento una niña cuya madre se había muerto o vuelto a casar, y si no la pedían en matrimonio o si no se hacía monja, se quedaba, a veces de por vida, en el convento en calidad de “niña”.

Estas mujeres pagaban para su manutención, ya que no entregaban dote, y las que tenían dinero prestaban a otras seglares o a las monjas mismas. No hemos encontrado protocolos que documentan esta práctica, pero sabemos huerque algunas recibían ingresos y no cuesta imaginar que empleaban los sobrantes en socorrer las necesidades de sus congéneres dentro y fuera del convento.

El papel de las mujeres como prestamistas apenas se vislumbra en los papeles viejos que se han conservado. Sabemos que los conventos se prestaban unos a otros. Y sabemos que las mujeres pedían prestado a la Iglesia o que hacían donativos como promesas de pago que se convertían en deudas a largo plazo. La historiadora Gisela von Wobeser encontró en sus investigaciones a 73 mujeres que debían dinero a la Iglesia, de las cuales 66 eran dueñas de propiedades urbanas y rurales que respaldaban los préstamos o promesas de pago.

Las mujeres que vivían en el mundo, las seglares, eran las que creaban la riqueza ellas mismas. Eran empresarias, en el sentido precapitalista de la palabra. Manejaban distintos tipos de negocios: agrícolas (haciendas, ganado, siembras), bienes raíces, bancos de plata (compraban, mediante representantes, el mineral de plata a pie de mina, para llevarlo a beneficiar o convertirlo en moneda), tiendas de todo tipo de artículos, posadas, compañías de arrieros, y préstamos a individuos.

Algunas eran accionistas, ya que la creación de empresas financiadas por múltiples dueños se hacía cada vez más común en muchas partes del país. Andando el siglo otras, a pesar de las condenas de la Iglesia, compraron bienes desamortizados, mismos que revenderían con posterioridad, aunque la justificación de momento era para poder devolverlos a la Iglesia una vez terminada la inestabilidad de los años de la Reforma.

 

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