El tren de Ibargüengoitia

Ricardo Lugo Viñas

Hasta hace algunos años, existía una cantina de nombre Zirahuén en el número 83 de la avenida Cuauhtémoc, en Ciudad de México. Era un antro medio en el subsuelo que olía a alcohol rancio y orines fermentados. Poseía unos lastimados asientos de gabinete de vinil color vino, una barra destartalada y el baño de hombres más diminuto de todas las cantinas mexicanas.

 

Una tarde del verano de 1976, a bordo de un camión, Jorge Ibargüengoitia va de regreso a su casa en Coyoacán. Como todos los lunes, desde 1969, ha ido a entregar sus secciones a las oficinas del periódico Excélsior en avenida Reforma. Va mirando por la ventanilla del camión, con la parsimonia del asalariado que sabe que es lunes por la tarde y ya ha terminado el trabajo de la semana.

Además de scout, dramaturgo, periodista y novelista, Ibargüengoitia es buen cantinero. Desde la ventanilla reconoce aquel antro y decide hacer una parada estratégica. Se baja en la esquina de la calle Colima, camina unos pasos y llega al Zirahuén. Es un buen parroquiano, de modo que el camarero sabe muy bien qué es lo que bebe: un Tom Collins. Hace unos añosJorge completó en este lugar un episodio de su burlesca, pícara e incómoda novela sobre la Revolución Mexicana: Los relámpagos de agosto.

Aficionado a husmear en librerías de viejo en busca de memorias de generales y políticos revolucionarios venidos a menos –o venidos a más–, Ibargüengoitia leyó miles de páginas de partes de guerra e informes que le permitieron construir esta novela. Dos memorias destacan dentro de su trama: Los gobiernos de Obregón a Calles y regímenes “peleles” derivados del callismo, del general duranguense Juan Gualberto Amaya, y Ocho mil kilómetros en campaña de Álvaro Obregón. De la primera obra extrajo a su personaje principal. De la segunda, un acontecimiento histórico que le permitiría escribir uno de los capítulos más caricaturescos de sus relámpagos.

En abril de 1913 Álvaro Obregón era jefe militar en Sonora. Ya había tomado bajo su mando todas las ciudades importantes del estado. Pero había una pequeña localidad fronteriza que aún estaba en manos de los federales huertistas: Naco. El general federal Pedro Ojeda se había atrincherado ahí y utilizaba la línea fronteriza como protección y retaguardia, a sabiendas de que Obregón no se atrevería a atacarlo de frente por el riesgo de que parte de los proyectiles cayeran del lado norteamericano.

El estratega Obregón ideó un plan maestro: lanzar al enemigo un vagón cargado de dinamita “al cual habíamos puesto por nombre Emisario de paz” y hacerlo explotar en sus narices. La estratagema parecía infalible. Obregón mandó a adaptar un viejo carro comedor para el caso. Sin embargo, la operación resultó un fiasco. El vagón fue lanzado en tres ocasiones y siempre se detenía dos o tres kilómetros antes de su objetivo. “Personalmente lo lancé, impulsándolo con la locomotora. [...] Las tropas se desmoralizaron”, escribió Obregón.

Cincuenta años después, en 1963, sentado en un gabinete de vinil con un Tom Collins en mano, Ibargüengoitia retomará aquel absurdo suceso para pergeñar el capítulo XVI de su novela, y sustituirá el nombre de aquel fallido vagón kamikaze por el de Zirahuén, en honor a este bar.

 

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