Don Fernando de Alencastre fue el primer virrey enviado por la casa de Borbón. Su vestimenta colorida, la gran peluca blanca y el incorporar a los actos oficiales o festivos diversas lenguas y costumbres de otras naciones de Europa hicieron sentir incómodos a los habitantes de Ciudad de México, muchos de los cuales no comprendían el verdadero impacto de un cambio en la monarquía.
Era la Nochebuena del año de 1714, y en medio de la oscuridad y el frío decembrinos, los habitantes del pueblo de San Ángel, al poniente de la capital de la Nueva España, se disponían a conmemorar el nacimiento de Cristo. Tras haber acudido cerca de la medianoche a la celebración de la “misa de gallo”, el vecindario entero se recogió devota y silenciosamente: los magnates criollos en sus casas de campo, los labradores indígenas en sus jacales, los frailes carmelitas en su convento… con una excepción: de la casa grande del obraje textil de Panzacola, a orillas del arroyo de la Magdalena, comenzó a brotar la algarabía de un gran banquete, con risas, notas de guitarra y arpa, ruido de copas chocando e ires y venires de la cocina.
En torno a la mesa repleta de comida, gentilhombres y servidumbre se mezclaban cantando con voz un tanto destemplada por el vino villancicos en honor a la Natividad del Señor, dirigidos nada menos que por don Fernando de Alencastre Silva y Noroña, duque de Linares y virrey de la Nueva España. Al amanecer, quienes comenzaron a cantar, pero ahora en honor del señor virrey, fueron los gallos que se iban a echar a pelear en un rato más, para continuar el festejo.
Al día siguiente, la Navidad del virrey era la comidilla de todo México, aunque a esas alturas a muchos ya no parecía sorprenderles demasiado la extravagancia de Su Excelencia. Desde que llegó a gobernar la Nueva España, a principios de noviembre de 1710, impresionó a todos por vestir diariamente, en vez del tradicional traje negro español con cuello almidonado usado por sus antecesores, coloridos atuendos en los que el oro de las botonaduras, la transparencia de los encajes que salían por los puños de sus casacas cortadas en terciopelo azul, rojo o marrón, y la blancura de los caireles de su muy encopetada peluca, proclamaban la última moda imperante en Madrid por obra y gracia de Felipe V, el primer monarca español de la dinastía de Borbón.
Pero no paraban allí las rarezas del virrey: con varios miembros de su comitiva hablaba todo el tiempo en francés e italiano, pues muchos de ellos eran extranjeros que se le habían unido en sus largas andanzas al servicio del rey por los campos de batalla y las cortes de Europa. En materia de espectáculos, el virrey había invitado una vez a toda la nobleza de la ciudad al Real Palacio de México para festejar el cumpleaños del rey con una representación musical con diálogos enteramente cantados en italiano o, como la llamaron los entendidos, una “ópera”.
Pocos de los distinguidos invitados la entendieron, muchos bostezaron constantemente, y más de uno se durmió durante la larguísima función. Por otro lado, no faltaban los espantados de que el virrey, quien vino ya viudo a la Nueva España, tuviese viviendo consigo como oficial de la guardia de palacio al hijo que había tenido fuera de matrimonio con una señora en Milán.
Por su parte, don Fernando pensaría que en materia de bastardías y casas chicas, y en general, en puntos de moral, aquella sociedad tenía muy poca autoridad para reclamarle. Por eso el “qué dirán” le tenía sin cuidado, y ni siquiera se enfadó cuando se enteró de que corrían por la ciudad de mano en mano papeles con versos satíricos atacándolo por su manera de celebrar la Navidad; la risa que le causaron incluso le sentó bien a su humor, de por sí un tanto melancólico.
Después de todo… ¿no era México la ciudad donde, según él solía decir, un ladrón podía llevarse a plena luz del día un candelero de plata de uno de los altares de la catedral, sin que nadie lo detuviese, y encima revenderlo afuera, en el tianguis de cosas usadas y robadas de la Plaza Mayor? ¿Donde después de haber sido capturado por la justicia un afamado asaltante de caminos, se confirmó que en sus ratos libres, y como medio mundo sabía, era sacristán en un convento? ¿Donde los hombres de negocios se hacían ricos difundiendo noticias falsas para encarecer los precios de las mercancías, defraudando a la Real Hacienda y creyendo que cumplían sus deberes obedeciendo al rey solo de dientes para afuera? ¿Donde era harto frecuente, según veía el virrey con pesar, que tanto los clérigos seculares como los frailes de casi todas las órdenes religiosas vivieran amancebados y con hijos notorios, que pasaran el tiempo en sitios de juego y que en sus casas y conventos se diera refugio a contrabandistas y otros delincuentes?
¿Cómo podrían entonces echarle en cara que de vez en cuando pasase algunos días tomando los aires del campo y disfrutando alguna diversión en la casa que le prestaban en San Ángel para descansar de las pesadas tareas del gobierno, a él que había pasado media vida combatiendo en cruentas guerras al servicio de la Corona? Sobre todo cuando, como el mismo Linares afirmaba sin falsa modestia, desde sus primeros días en el reino había dado a todos inequívocas muestras de su talante piadoso y caritativo.
Nada más al llegar a México, había preguntado por el monasterio más pobre de religiosas carmelitas descalzas, orden a la que su familia siempre había tenido gran afecto y respeto. Se presentó así en el convento que popularmente se conocía como Santa Teresa la Nueva por su reciente fundación, y lo había hecho objeto de sus limosnas y cuidados, pagando por los alimentos diarios de las monjas, a las que llamaba sus “hijas”, así como por las muchas reparaciones que necesitaba su edificio. Regaló ricos dones para el culto a diferentes iglesias, como una barandilla de plata para el altar mayor del santuario de Nuestra Señora de la Piedad; mientras tanto, de su bolsa sostenía boticas con medicinas gratuitas para los pobres, y ayudaba discretamente a caballeros caídos en apuros financieros.
Seguro no faltarían quienes con sorna dijeran que más que virrey en su palacio, don Fernando parecía prior en un convento. Y es que si de algo se enorgullecía el señor duque de Linares era del ejemplo público que él mismo y su séquito de sirvientes daban en la práctica de sus devociones. Como si además de su amo fuese su guía espiritual (algo que nadie había visto nunca hacer a un virrey que no fuese además obispo), a Su Excelencia le complacía encabezar a sus criados en distintos ejercicios piadosos, de los que las celebraciones navideñas eran solo el lado gozoso.
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Las devociones del señor virrey