Conocida por sus extravagantes comentarios, Chavela Vargas adoptó la música mexicana y fue de las primeras intérpretes de este género que tuvo gran éxito internacional.
La noche del 24 de noviembre de 1973, un tumulto de gente se aglutinaba a la entrada del famoso velatorio de la calle Félix Cuevas, en Ciudad de México. José Alfredo Jiménez había muerto y sus admiradores querían darle el último adiós al enorme Hijo del Pueblo. Ante un féretro rodeado de abundantes flores, propios y extraños se despedían del nacido en Dolores Hidalgo. Numerosas personalidades se presentaron en el sepelio para darle el pésame a su familia.
Entre la multitud, una mujer de pelo corto, pantalones y jorongo rojo, que empuñaba una botella de tequila, se abrió paso hasta el féretro. Abrazó a la viuda, Paloma Gálvez y, acto seguido, se derrumbó a los pies del ataúd y comenzó a cantar la concebida letra que el Rey había preparado para dicho momento: “Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera, sé que tendrás que llorar, llorar y llorar”. Se trataba de Chavela Vargas, una de las mejores amigas de parrandas y canciones del compositor guanajuatense.
Chavela Vargas, bautizada como María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano, nació en San Joaquín de las Flores, Costa Rica, en 1919. De su país natal siempre se refirió con cierto desprecio y desdén. Llegó a México a la edad de diecisiete años, huyendo de un pasado de desavenencias y tristezas. La cultura y el arte mexicano la potenciaron. La escritora y antropóloga Adela Fernández, hija del Indio, decía: “Chavela [Vargas] era casi más mexicana que mi padre, una mexicana vocacional”, y el cantante español Joaquín Sabina solía decir, cuando venía a México: “Vine a la tierra de Chavela Vargas”. Por su parte, Chavela afirmaba: “Los mexicanos nacemos donde nos da la chingada gana”.
Comenzó a cantar en los años cuarenta, en cabarés como el Eco, el Cantarí o el Quid. Pero también en bares del puerto de Acapulco, que le permitieron darse a conocer en otras latitudes. Muy pronto sorprendió con su casi natural talento interpretativo a Agustín Lara, Álvaro Carrillo o Paloma Gálvez, quien se la presentaría a su esposo José Alfredo Jiménez. Con este último, Chavela forjaría una intensa y recíproca amistad.
Una tarde de principios de la década de los cincuenta, el pintor Reyes Meza invitó a Chavela a una fiesta en casa de Diego Rivera y Frida Kahlo. Chavela cantó en la velada; su áspera y desoladora voz, aunada a su erótica y atrayente figura, conquistó a la pareja de artistas. Aquella noche Frida le dijo: “Quédate, niña. Estás muy sola y no sabes nada de la vida”. Al día siguiente, Kahlo escribió a su amigo Carlos Pellicer: “Hoy conocí a Chavela Vargas. Extraordinaria, lesviana (sic), es más, se me antojó eróticamente. No sé si ella sintió lo que yo, pero creo que es una mujer lo bastante liberal que si me lo pide no dudaría un segundo en desnudarme ante ella. Cuántas veces no se te antoja un acostón y ya. Ella, repito, es erótica. Acaso es un regalo que el cielo me envía”. Chavela se quedó a vivir en la icónica “Casa Azul” un par de años.
Vargas desarrolló un estilo musical muy propio. Rehuía a los mariachis –en boga en aquel momento– porque los consideraba estridentes; prefería las dotaciones más íntimas: dos guitarras y su voz. Cultivó la música ranchera, los boleros, la música cubana, sudamericana y española; era patente su pasión por la poesía, particularmente la de Federico García Lorca, con quien afirmaba comunicarse desde el más allá y al que le dedicaría algunos discos.
Sin embargo, aquella mujer “que se vestía de hombre” no fue comprendida en aquel momento. Las cantantes de ranchero no la querían; opinaban que “así” no se cantaba la verdadera música ranchera. El investigador Pável Granados subraya: “Hace sesenta años [en la década de los cincuenta], Chavela fue una mujer extraña, que cantaba para unos cuantos, que prefería la autodestrucción y que renunciaba a la feminidad. Y luego… triunfó el alcoholismo. Triunfó la soledad”.
Por casi tres décadas se sumergió en una tristeza salpicada de alcohol. Y por cerca de quince años se alejó de todos los escenarios. Se le creyó muerta. Hasta que, en el verano de 1991, apareció como un milagro en El Hábito, un pequeño cabaré-bar en Coyoacán. Ahí la escuchó el editor español Manuel Arroyo que, conmovido por aquella voz y estilo sin parangón, la presentó con el director español de cine Pedro Almodóvar. Fue ahí que inició su verdadera fama internacional; una carrera meteórica que solo se detuvo hasta que la muerte la alcanzó, a los 93 años, un domingo –tal como ella lo hubiera querido– de agosto de 2012.
La “dama del sarape rojo” cantó por todo el mundo. En 2007 ganó un premio Grammy. El director de cine Werner Herzog la incluyó en su película Grito de piedra. Se presentó en el teatro Olympia en París. En 1994, en algo que fue interpretado como una reconciliación con su país natal, cantó en el Teatro Nacional de San José. En abril de 1995 Chavela materializó un anhelado sueño: cantar en el Palacio de Bellas Artes, pues hasta entonces, en nuestro país, solo se había presentado en cabarés y teatros marginales. El escritor Carlos Monsiváis opinó que Chavela supo “expresar la desolación de las rancheras con la radical desnudez del blues”. Tras su muerte, sentidos y populares homenajes de cuerpo presente se organizaron en su honor durante dos días, primero en el Palacio de Bellas Artes y después en la Plaza Garibaldi.
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