La popularidad de una canción no era medida por la cantidad de discos que comerciaban, sino por el número de partituras impresas vendidas.
Con el creciente negocio de las máquinas tragamonedas conocidas como Jukebox y desarrolladas por Louis T. Glass y William S. Arnold en 1889, comenzaron a definirse los géneros musicales gracias a los datos que de estas se obtenían, pues eran una ventana a los gustos de los clientes, lo que ayudó a identificar los de mayor preferencia. Para 1891, eran mil unidades las que recogían no solo estos gustos, sino también dinero.
A la par, tuvo su desarrollo la industria independiente, en la que algunos entusiastas como Gianni Bettini crearon catálogos especializados a partir de sus gustos personales, marcados siempre por el desarrollo de la tecnología. Y por el tipo de registro acústico que poseían, fueron en un inicio los cantantes de ópera quienes tenían las mejores cualidades para hacerse notar sobre la superficie microscópicamente cincelada por las vibraciones de sus potentes cuerdas vocales.
Sin embargo, no fue la calidad vocal la que hizo de la reproducción del sonido sintético un éxito comercial, sino las manifestaciones multiculturales que venían de todas partes de Estados Unidos, en donde la música popular negra fue avasalladora. Eran piezas sincopadas que contenían movimiento, siempre bajo la premisa de que, si tenían buen ritmo, “se puede bailar”. Además, rompieron con todas las convenciones victorianas de las reuniones, aglomerando ahora multitudes que querían bailar, dándole forma al género pop que hasta hoy nos alienta a movernos de nuestro lugar.
A finales del siglo antepasado en Nueva York, en una zona conocida como Tin Pan Alley, se congregaron productores y compositores dedicados a satisfacer la creciente demanda de los llamados records (del latín recordari; re por repetición, y cordis por corazón). Ahí gestó un estilo de producir música grabada que cambió la forma de crearla para siempre, pues al estar tan cerca de los espectáculos de la época como el teatro musical, vodevil o minstrels, eran los propios artistas los que se acercaban a esta zona de Manhattan para buscar quién les podía producir su “recuerdo”, fuera una composición propia o ajena, una canción popular o una diseñada a medida por gente de estos grupos. Por esto último, el trabajo de los compositores, letristas y productores cobró forma, pues los intérpretes les encargaban composiciones de uso exclusivo para sus espectáculos.
Por otra parte, la popularidad de una canción no era medida por la cantidad de discos que comerciaban, sino por el número de partituras impresas vendidas. Otra cosa que los editores notaron casi de inmediato fue que las ventas de la música popular dependían en mayor medida de lo vistosas que fueran sus portadas, dejando como testigo visual el exquisito diseño gráfico que a la vez se utilizaba en las campañas de marketing.
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