Con la llegada de la novedosa energía eléctrica y el asfalto, las principales ciudades del país se encaminaron hacia la modernidad urbana. La cumbre de la capital mexicana electrificada fueron los festejos del Centenario de la Independencia, en los que el Palacio Nacional fue iluminado por fuera y por dentro para lucir el progreso alcanzado durante el gobierno de Porfirio Díaz.
La luz eléctrica a chorros, el asfalto laminado a manos llenas y una nomenclatura nueva y agradable al oído, hacen más por el progreso urbano que un bimestre de editoriales, un año de catecismo y una pareja de gendarmes en cada esquina.
El pecado, a semejanza de las alimañas, gusta de la sombra, del charco, del basurero y del bache, y como ciertos setentones, se alimenta de las tradiciones callejeras.
Todos los barrios extraviados se parecían como dos gotas de tinta: tenebrosos, con callejuelas tortuosas que tenían algo de la plegadura de las serpientes en acecho, y como caños intrincados desembocaban en una plazuela sola, triste y grande, poblada de flacos perros espectrales; al frente o a la derecha o en medio, una capilla ruinosa o un templo destartalado; las aceras aquí y acullá enrojecidas por el efímero fulgor de una lámpara votiva, de una candileja mortecina, de una lumbrada de ocotes o de astillas apolilladas que alimentaban el fuego de un anafre de barro con caldeado comal. Cerca de un corral de carros, el figón de la escuela flamenca: claridad amarillenta o bermeja enturbiada por el humo fulginoso; y en ese ambiente de bodegón, de sentina o de báratro, sombras movedizas junto a la bandeja de fritangas; sombras sospechosamente quietas en la mesilla del rincón, bajo el santo patrono de la casa, y el anuncio de toros, y el corroído retrato de algún héroe.
Ladridos en lo distante; intermitente rasgueo de una vihuela ronca y desapacible que causaba el efecto de dueña revieja y enjuta, cantando cosas del Mundo, del Demonio y de la Carne, con la voz cascada que conviene a los salmos penitenciales o a los graves responsos. A las veces, el estrépito del agua arrojadiza, vertida desde un balcón destartalado o desde el interior de sofocante “atolería”, a los pocos pasos un ebrio sin lazarillo hablaba solo, dando tumbos, cayendo de bruces para levantarse por “autoazuzamiento” de frases groseras e injurias a los propios progenitores, equivocando una esquina con otra, topando bruscamente contra el pie derecho de un andamiaje y abrazándose, finalmente, a tal viga de salvación para rendirse a la porfía y certeros culatazos que la náusea le asestaba en el estómago.
* * *
El farol, triste envase del alma sietemesina de una luz decrépita, solterona, agonizante en mar de tinieblas, ya resguardara el ala trémula de una flama de gas o la maltrecha margarita de un quemador de una trementina municipal adulterada, alumbraba lo bastante para que el charco pareciera tierra firme y se pintaran en la casona vacía, la del dueño ignoto, la de arquitectura antiquísima, todos los “espantos” de capa y espada, de toca y hábito, de sombrero acanalado y manteo que, según las comadres del barrio, lanzaban suspiros detrás de la puerta herrada, se asían por dentro a los barrotes recios de la ventana pidiendo absolución, o echaban medio cuerpo afuera del balcón tosco y herrumbroso, para columbrar una alma cristiana y compasiva que salvara con un “sudario” a otra alma en pena.
El gendarme, padre de familia, cargado de parientes consanguíneos y políticos, no digamos de vigilante del arrabal, de guardafaro de la Estigia se hubieran colocado para buscar el sustento de siete bocas que, sin el mendrugo dentro, lo escupieran y devoraran; el gendarme se adaptaba al medio, hacía la ronda en volandas, colocaba (cerrado ya el tenducho de los hermanos Azpeitia) el farol cuadrado en el
crucero, se rebujaba en el capotón, decía sus oraciones nocturnas, escondía su dinero debajo de una piedra del umbral, floja, y se encomendaba a Su Divina Majestad, porque ¿quién sabe si durante el sueño macizo lo sorprendería la muerte?
Alguna vez despertaba: tenebrantes gritos salían de la accesoria de Don Frutos el zapatero, a cada golpe de batán conyugal una voz ronca increpaba a la mujer caída.
—Vamos, ¡cosas de casados! —decía “el sereno”—. Si le da más de ocho iré a ponerlos en orden...
Afortunadamente una raja de leña convence al quinto argumento y el callejón tornaba a su quietud primera, y proseguían los gatos acometiéndose en las azoteas y el perro amarillo ladrándole al zapato ahogado en la hoya de la coladera azolvada.
Las de los sábados, domingos y lunes eran noches de algún trabajo y vela probable; del figón, por cuestiones maceradas hasta la fermentación en el tlachique; del velatorio, por viejas enemistades traídas a cuento junto a los despojos mortales de un tifoso; del baile de candelillas y ponches servidos en jarro, por celos, o de en casa del hojalatero por divergencias de criterio en la interpretación del espíritu de las leyes del “rentoy”, salían dos o tres hombres o una muchedumbre de vecinos y familias enteras hasta en medio de la calle para sostener ahí, en la oscuridad, al aire libre, las echadas y versos propalados a puerta cerrada.
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N. de la R. Esta crónica fue publicada originalmente en el periódico El Imparcial del 25 de junio de 1905 (p. 1 y 7), en la columna “Semana Alegre”, bajo el título “Luz eléctrica, asfalto y nueva nomenclatura”.
Una ciudad moderna