Para las últimas décadas del siglo XIX, el país se solazaba con la paz porfiriana y el progreso montado en los rieles del tren. Por esa época llegó al norte de Zacatecas un viento cargado de heladas y sequías. Su estela dividió familias, salpicó de viruela a unos, mató de tifo a varios y ahuyentó a los demás.
Ese viento elevó a una niña, a quien despojó de su historia y el remolino, arrullándola, la abandonó en el muladar de Real de Nieves. En los muladares yacen los restos de las cosas que se diluyen con el uso diario; junto con eso, allá van a dar los desheredados. Dos de ellos sobrellevaban con tragos de sotol el vaho de la descomposición. Tan borrachos andaban en la rebusca, que supusieron que era parte de su embriaguez la visión del remolino depositando ante ellos a la pequeña sin nombre. La pepenaron y, sin más, la llevaron a Nieves, a casa de Victoria y Sabás Rea. Vaya usted a saber por cuántos litros de trago la intercambiaron.
Sabás Rea era de estatura baja, delgado y moreno; hacía un delicioso contraste con Victoria, quien era alta, blanca y ojiazul. En alguna ocasión un galán, de aquellos que nunca disimuló el desaire, no se quedó con las ganas y le preguntó a Victoria, aún con el coraje entre los dientes: —Hey, Victoria, ¿por qué se casó con el prieto chaparro ese? —Mira tú, qué chaparro Sabás, ¡siempre podrá crecer más! —contestaba con jiribilla.
Victoria y Sabás adoptaron a la niña que descendió de los cielos. Por eso le pusieron de nombre Ángeles: María de los Ángeles Rea. Así creció con sus hermanos de adopción, corriendo a comer tunas, saboreando semillas de maíz de teja, deleitándose con mezcal en penca, vigilando las aguas de lluvia que se vertían en las parcelas de su padre, moviendo los pies al ritmo de la danza chichimeca en los días de fiesta, viendo crecer el maíz cincomés y el frijol ojodeliebre, paseando en carretas tiradas por mulas o bueyes, y ya adolescente, llevando con sus hermanos las chivas al monte y preparando el atole de mezquite para los inviernos fríos.
En esas andaba cuando se enamoró del joven caballerango Isidro Ortega, que para los fríos resultó mejor que el atole y más dulce que la miel de mosco. Isidro declaró su amor a la joven María de los Ángeles y todo fue decir uno para que se matrimoniaran: se conocieron en mayo, se hicieron novios en junio, se comprometieron en septiembre, se casaron en enero y despidieron el siglo XIX con su primera hija, Severa, mi abuela, que nació en el 1900.
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Juan Antonio Reyes-Agüero. Doctor en Ciencias Biológicas por la UNAM y maestro en Botánica por el Colegio de Postgraduados. Es profesor-investigador en el Instituto de Investigación de Zonas Desérticas de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, e investigador nivel I del SNI.
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