Si Benito Juárez sólo hubiera llegado a la primera magistratura del país merecería todo nuestro reconocimiento por haber logrado superar los obstáculos que por su condición indígena le había impuesto una sociedad conservadora y racista, como era la mexicana de su tiempo. Pero Juárez no fue un presidente más de México: fue quien logró la consolidación de su Estado nacional, laico y republicano, y quien encabezó al gobierno constitucional en el tiempo eje de su historia, durante la guerra civil más cruenta que vivió el país después de su independencia y en la intervención extranjera más prolongada que ha padecido.
Hagamos un breve recorrido por su vida y obra para constatar su visión de Estado y la razón por la cual Juárez es uno de los personajes de nuestra historia que merece el bronce con el que se ha perpetuado su presencia en numerosos monumentos públicos.
Su autoridad fue cuestionada en cada periodo; le llamaban el “indio Juárez” y lo llegaron a considerar incapaz de gobernar. Le pidieron su renuncia en reiteradas ocasiones y los secretarios de Estado le renunciaban en los momentos más críticos. No obstante mantuvo la unidad. Como escribió Jorge Tamayo, logró “la reunión de todas las fuerzas, a un solo mando. Sin esa unidad, la idea de patria se hubiera evaporado, como sucedió en la guerra de 1847”.[1]
Para poner término definitivo a la guerra que fomentaba parte del clero, con el objetivo de conservar sus privilegios coloniales, abusando del ejercicio de su ministerio, el gobierno consideró indispensable legislar en los siguientes rubros: separación entre Estado e Iglesia, supresión de las corporaciones, nacionalización de los bienes del clero regular y secular, y supresión de la coacción civil para el pago de obvenciones parroquiales.
Se implantaba la supremacía del Estado respecto de la institución eclesiástica como cualquier otra corporación que se estableciera en el territorio nacional. Las Leyes de Reforma consolidaron al Estado laico. La nacionalización de los bienes del clero y la supresión de las corporaciones fueron también medidas de guerra.
Hay que destacar que el ya mencionado manifiesto a la nación señalaba que se protegería la libertad religiosa, “exigencia de la civilización actual”, paso indispensable para la laicidad del Estado. Con esa libertad se consumó la más profunda revolución cultural al suprimir la intolerancia religiosa establecida desde la conquista española. Se anunció asimismo la abolición de los fueros para suprimir a la sociedad estamental y crear una sociedad civil.
Su legado
De apariencia adusta y pocas palabras, Juárez fue un líder poco carismático que supo imponer su autoridad aun a los militares. No sólo fue un gran político, sino un estadista, entendido éste como quien diseña instituciones de largo alcance que trascienden más allá de la coyuntura de su momento histórico. De acuerdo con Daniel Cosío Villegas:
En Juárez se dieron, en una proporción muy finamente equilibrada, el estadista y el político, es decir, el hombre de Estado, capaz de concebir grandes planes de acción gubernamental, y el hombre ducho en la maniobra política.[2]
Juárez destacó dentro de la generación más brillante que ha tenido México en su historia. Encabezó la revolución cultural más trascendente. La revolución de la Reforma no sólo acabó con las estructuras corporativas del viejo régimen colonial que dio surgimiento a una sociedad civil, sino que superó la cultura de la intolerancia religiosa para establecer la libertad de creencias, con un Estado laico. Se acabó con la existencia de un Estado dentro de otro, del Estado estamental, corporativo y confesional. Grande es el legado del estadista oaxaqueño.
Esta publicación es un fragmento del artículo “Juárez, estadista y político” del autor Patricia Galeana y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 58.
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