¿Por qué los liberales llamaban “ciudad maldita” y “afeminada” a la capital del país?

Ciudad de México frente al ataque liberal de 1858
Emmanuel Rodríguez Baca

 

Durante los primeros diez meses de la Guerra de Reforma, Ciudad de México permaneció ajena a las operaciones militares, que tuvieron como escenarios principales los estados de Zacatecas, Guanajuato y San Luis Potosí. Fue hasta octubre de 1858 cuando el general neolonés Miguel Blanco llegó de manera inesperada a la entonces incólume sede del gobierno conservador; con ello, a casi un año de haber iniciado, la conflagración civil tocó a las puertas de la llamada “capital maldita”.

 

 

Los “blusas” y la ciudad vulnerada

 

Al iniciar el mes de octubre de 1858, los periódicos de Ciudad de México reseñaban y festejaban el triunfo que días antes, el 29 de septiembre, había obtenido Miguel Miramón sobre las fuerzas liberales de Santiago Vidaurri en Ahualulco, San Luis Potosí. No obstante, el entusiasmo fue interrumpido la noche del día 14 por los avisos que recibió el presidente por el bando conservador, Félix Zuloaga, concernientes a que el general liberal Miguel Blanco, al frente de un ejército de más de tres mil hombres, se hallaba en Tacubaya con la intención de atacar la capital.

 

Blanco relató que una comisión de “las personas más notables del partido progresista de la capital” se le había presentado en Morelia a fin de concretar el envío de una expedición militar al corazón de la República. Así, había llegado al valle de México de manera intempestiva en una marcha bien ejecutada, misma que le había permitido presentarse en la capital de la República sin ser advertido por las diferentes secciones del ejército conservador que había en el camino. El Estado Mayor que lo acompañaba estaba compuesto por Sabás Iturbide, Felipe Berriozábal, Manuel Saavedra, Manuel Alas y Pedro Espejo.

 

Para Blanco, la toma de la ciudad parecía una faena sencilla, debido a que, en ese momento, no se encontraba en condiciones de resistir un ataque formal y prolongado, en parte porque no contaba con defensas terminadas y porque los principales jefes militares adeptos a Zuloaga estaban ocupados en Guadalajara, San Luis Potosí y Veracruz.

 

La historiografía de la Guerra de Reforma ha destacado que el general neolonés resolvió ir a Ciudad de México debido a que los partidarios del gobierno constitucional ahí avecindados se habían comprometido a auxiliarlo económicamente y convencido de que lo ayudarían desde el interior al momento del ataque, como se lo habían asegurado. Por este motivo, antes de realizarlo, se entrevistó con Miguel Lerdo de Tejada y con otros simpatizantes para conocer de qué elementos, tanto materiales como humanos, disponían y así concretar sus movimientos. Con base en los informes dispuso que el asalto se diera en las primeras horas del día 15.

 

El ataque lo efectuó de la siguiente manera: una división al mando del general Rómulo del Valle penetró por el sur, con la intención de distraer la atención del enemigo del punto por donde se realizaría la embestida principal. Si bien esta sección cumplió con su objetivo y logró posesionarse de los templos de San Pablo y La Merced, así como del colegio de San Pedro y San Pablo, la columna a las órdenes de Eutimio Pinzón y Mariano Escobedo, a la que se encomendó avanzar por la calzada de San Cosme, fue rechazada por la artillería que en la arquería del acueducto y la garita del mismo nombre había mandado colocar el gobierno. Los oficiales conservadores que se distinguieron en aquellos puntos fueron Antonio Daza Argüelles, Luis Pérez Gómez, Francisco Cosío, Juan Lagarde y Juan Daza.

 

Por lo anterior, a las seis de la tarde Blanco ordenó la retirada, que con un tañer general de campanas fue anunciada a la población, la cual en el acto se dirigió a Palacio Nacional gritando vivas a Zuloaga y mueras a los “blusas”, como eran llamadas las tropas del ejército liberal de manera despectiva por los conservadores, debido a su indumentaria, que consistía en una casaca cuyo color variaba según el lugar de procedencia (las de Lampazos, Nuevo León, vestían de rojo; las de Aguascalientes de azul, y las de Morelia de verde y blanco). A las ocho de la noche, según registró la prensa, se restableció por completo la tranquilidad en la ciudad.

 

¿Qué fue lo que llevó a Miguel Blanco a replegarse cuando, en apariencia, controlaba la situación, o al menos una división había ocupado puntos importantes? Al parecer fueron varios los factores: el primero, los informes que habría recibido de la proximidad de las guarniciones de Toluca, Puebla, Cuernavaca y Tulancingo que iban en auxilio de la ciudad; pero, sin duda, el determinante fue la falta del apoyo interno que le habían prometido los agentes liberales que se le presentaron en Morelia. Así, el intento de tomar la capital fracasó.

 

Los habitantes y la defensa

 

Si bien los emisarios constitucionalistas no cumplieron en tiempo y forma con las indicaciones que se les dieron, hay evidencias de que sí intentaron persuadir a los vecinos de tomar parte en el ataque a la capital. Por ejemplo, en la calle de D. Toribio, en el barrio de San Pablo, “un individuo vestido decentemente” dirigió a la “plebe palabras sediciosas”, al tiempo que la invitó a unirse a los asaltantes con la promesa de que se les permitiría saquear la ciudad si se lograba tomarla.

 

El proceder de algunos oficiales también había generado desconfianza entre las autoridades. Tal fue el caso del teniente Francisco Chorruco, comandante del batallón de la Guardia Municipal, quien abandonó la garita del Calvario, en las inmediaciones de Nonoalco, cuando las fuerzas liberales llegaron, a pesar de las órdenes que se le dieron de defenderla. Todo indica que este personaje fue uno de los jefes que se dejaron seducir y que por eso se retiró cuando “los juaristas” aparecieron por ese rumbo.

 

De la acción del 15 de octubre resaltamos que los habitantes de los barrios, ya fueran artesanos, vendedores callejeros, desempleados, entre otros que formaban “las clases peligrosas”, no apoyaron a los liberales, a pesar de que, en apariencia, eran el sector al que más fácil se podía movilizar con el ofrecimiento de dinero o bien de saqueo, como había ocurrido en otras ocasiones de la primera mitad del siglo XIX. No descartamos que optaran por no auxiliar a Blanco debido a que tanto él como sus soldados fueron vistos como un ejército ajeno, invasor. Puede que la promesa de saqueo y dinero no haya bastado para que los vecinos abandonaran su quebradiza tranquilidad y arriesgaran la vida. Tampoco podemos desechar que temieran que, en caso de que la capital fuera tomada, su situación empeorara, pues era evidente que el ejército conservador, reforzado con jefes como Miguel Miramón y Leonardo Márquez, haría lo posible por recuperarla.

 

Sobre la participación de la población en aquella jornada, los periódicos capitalinos señalaron que tanto jóvenes como ancianos, paisanos (civiles), artesanos, empleados de oficinas, estudiantes, miembros de la guardia civil, comerciantes nacionales y extranjeros se presentaron de manera voluntaria para defender la capital, servicios que Félix Zuloaga aceptó, ya que disponía de una débil guarnición. La gente fue distribuida en diferentes puntos, entre ellos el templo de la Profesa, que quedó resguardado por “500 personas decentes”; otros en el de San Juan de Dios, que fue custodiado por los artesanos. Asimismo, vecinos armados se dieron a la tarea de recorrer a caballo las calles o bien ocuparon las azoteas de sus casas.

 

Por la prensa también conocemos cómo se condujo la población frente al enemigo, de acuerdo con el barrio o sector al que pertenecían. Las “señoras de los principales”, es decir, las acaudaladas, se presentaron ante las autoridades militares para solicitar que se les permitiera asistir a los heridos de ambos bandos, iniciativa que fue secundada por los eclesiásticos, quienes acudieron a los puntos de riesgo a prestar “auxilios espirituales”.

 

No menos importante fue la ayuda que, al término del combate, dieron algunos vecinos a los soldados liberales que quedaron rezagados, a los que incluso ocultaron en sus casas por “mera lástima” y al verlos “muertos de miedo”. Conducta diferente fue la que siguieron los habitantes de los populosos barrios de San Pablo y La Merced, que, se mencionó, mataron a pedradas a los “blusas” que no pudieron escapar; los que tuvieron mejor suerte fueron llevados a Palacio Nacional y amarrados en calidad de prisioneros.

 

Por otra parte, la escasa guarnición de que disponía la capital para su defensa obligó a Zuloaga a requerir de los servicios de los cadetes del Colegio Militar, a quienes ordenó que se trasladaran a las calzadas de San Rafael y San Cosme, lo que aquellos cumplieron en las primeras horas del 15 de octubre.

 

A dichos jóvenes tocó hacer frente a la carga que efectuaron los liberales, la cual lograron contener con esfuerzos y no sin sufrir algunas bajas, entre ellas las de Enrique Morales, Andrés Iglesias, Mariano Quintana, Juan Mora y Felipe Sierra y Soltero; los tres primeros fueron muertos en la refriega, mientras que los últimos, heridos, fallecieron en el hospital militar que se había instalado en el templo de San Cosme. Quintana, de veintiún años, y Sierra, de dieciocho, fueron sepultados dos días más tarde en el panteón de Los Ángeles.

 

El impacto en el vecindario

 

El suceso anterior es significativo porque nos permite ver cómo la contienda civil repercutió en todos los grupos sociales de Ciudad de México, no solo en los “populares”. Los cadetes referidos pertenecían a familias acaudaladas o eran hijos de prominentes políticos o militares. Citemos, como ejemplo, al fallecido Quintana, alumno teniente, hijo del general Pedro Quintana, quien años atrás se había desempeñado como comandante militar de San Luis Potosí; o al cabo Sierra y Soltero, hijo del licenciado Ignacio Sierra y Rosso, ministro de Hacienda en el último gobierno de Antonio López de Santa Anna (1853-1855). Quizá por la trayectoria política de su padre, su muerte se dio a conocer en los principales periódicos, que lamentaron “tan sensible pérdida”.

 

La embestida del ejército liberal causó la muerte de más de un civil. Al conocerse la noticia de que el gobierno había encomendado a los colegiales de Chapultepec la defensa de San Cosme, algunos padres de familia, azuzados por el peligro al que quedarían expuestos sus hijos, se dirigieron hacia allá para, es probable, disuadirlos de dejar las armas o corroborar que estuvieran vivos. De hecho, al menos cinco cadetes del Colegio Militar, de noventa registrados, no concurrieron a la acción de la calzada de San Cosme; es posible que fueran disuadidos por sus padres.

 

Uno de esos fue Miguel Andonegui quien, al despuntar el alba de aquel día, fue a buscar a su hijo Ramón, cadete de catorce años. Por desgracia, al llegar a San Cosme en el momento en que se rompía el fuego, cayó atravesado por una bala; fue inhumado un día más tarde en el cementerio de Santa Paula. En su acta de defunción quedó registrado que “tenía 55 años, era viudo y padre de un alumno a quien venía a ver”.

 

Los periódicos de Ciudad de México calcularon en doscientos el número de muertos a consecuencia del ataque, mientras que los partes militares apuntaron que habían sido sesenta: 42 de las fuerzas de constitucionalistas y 18 de las del gobierno; heridos: 19 defensores, 58 “blusas”, 7 paisanos y 2 mujeres. Se debe destacar que el ataque de Blanco no ocasionó una alta mortandad entre la población ni destrozos de consideración dentro de la capital, lo que en parte se debió a que fue breve y a que las acciones principales se concentraron en la periferia; no obstante, sus efectos sí se dejaron sentir entre los vecinos, en particular entre los propietarios de algún negocio. Así sucedió con el español Dionisio Montiel, quien protestó por las diez mulas que la policía había sacado de su carrocería y que fueron enviadas a la Ciudadela como ambulancias y para transportar artillería; esta incautación, señaló, lo obligó a retirar del servicio público cuatro coches.

 

Por otra parte, cabe destacar que una de las piezas de artillería quitadas a los liberales fue llevada a brazo por el pueblo hasta Palacio Nacional, en medio del mayor entusiasmo y entre vivas al ejército, a los alumnos del Colegio Militar, a la religión, a la patria y a la causa del orden y de las garantías.