La invasión al puerto de Bagdad en enero de 1866

El epicentro de un decisivo conflicto entre potencias
Ricardo Cruz García

 

El puerto de Bagdad tuvo su auge en la segunda mitad del siglo XIX, en especial durante la Guerra Civil estadounidense. Luego, hacia 1889 desapareció literalmente del mapa tras ser arrasado por un huracán. A la fecha solo persiste su nombre en una playa cercana, la cual es un destino turístico para los habitantes de Matamoros.

 

La lengua del río Bravo es el escenario de este relato. Lengua que es desembocadura que es línea fronteriza. Último lengüetazo de ese largo y enorme afluente que termina en las aguas del golfo y que divide a México de Estados Unidos. Allí, hasta la fecha no hay muros, ni rejas, ni aduana, ni una señal que indique que ya se está del otro lado, que ya uno es ilegal o que tiene un pie en Tamaulipas y el otro en Texas. Frente a ese beso del río con el mar estaba el puerto de Bagdad, singular no solo por el nombre, sino por su pasado, pues en 1866 este sitio pasó a formar parte de la historia de las invasiones a nuestro país.

 

La Bagdad de América

Era el tiempo de otra invasión en México, la francesa, cuando ocurrieron los hechos en Bagdad, una localidad bulliciosa con decenas de casas de madera levantadas a la vera del río y sobre un suelo arenoso parecido al de un desierto. De acuerdo con el historiador tamaulipeco Octavio Herrera Pérez, por aquellos años la población debía contar con más de cuatro mil habitantes, a los cuales se sumaban numerosos estadounidenses y otros extranjeros que vivían del pujante negocio mercantil del puerto, además de algunos ladrones, vivales y fugitivos que se cruzaban por las cantinas y burdeles que abundaban en la zona.

Debido a su condición de puerto de altura, la localidad era un punto clave del comercio internacional que pasaba por el noreste mexicano y el sureste de Estados Unidos, puerta de exportación e importación de cientos de mercancías y un pilar de la intensa actividad económica regional que abarcaba su principal enlace urbano, Matamoros, además de Monterrey y las poblaciones al otro lado del Bravo, en la Unión Americana. Por ello, frente a sus costas día y noche se amontonaban decenas de embarcaciones que aceitaban la maquinaria tanto del comercio legal como del contrabando.

 

La Guerra Civil estadounidense y Napoleón III

Desde tiempo atrás, Bagdad había sido un punto muy importante para el comercio de la región a ambos lados de la frontera, en especial durante la Guerra Civil estadounidense (1861-1865), periodo en el que tuvo su auge luego de que, ante el bloqueo de los unionistas, sirviera a los confederados como puerto de exportación de toneladas de algodón destinadas principalmente a la industria textil europea, con el fin de hacerse de recursos para comprar armamento y distintas mercancías que también llegaban por allí.

La también llamada Guerra de Secesión había traído consigo una dinámica en la que tanto unionistas (antiesclavistas) como confederados (los estados sureños a favor de la esclavitud) buscaban atraerse el favor de México, ya fuera del gobierno juarista o del imperio de Maximiliano. Si bien el presidente Abraham Lincoln –enfocado en el conflicto interior de su país– se había declarado neutral ante la invasión francesa a territorio mexicano, y el gobierno de Benito Juárez también se inclinó por neutralidad respecto a la Guerra Civil del país vecino, lo cierto es que, durante este periodo, miembros de ambos bandos estadounidenses buscaron alianzas políticas y económicas con funcionarios imperialistas y republicanos, especialmente en la región fronteriza.

Por su parte, la Francia de Napoleón III había visto un factor de oportunidad en la Guerra Civil norteamericana para intervenir de manera decidida en las naciones latinas del continente, expandir su dominio sobre ellas a través de México, contrarrestar la influencia de Estados Unidos en la región, e incluso dividir a esta nación al inclinarse por apoyar a los Estados Confederados. Sin embargo, el gobierno de la Unión había manifestado su postura en marzo 1862, al negarse a participar en la alianza tripartita (Francia-Gran Bretaña-España) contra México por la suspensión de pagos de la deuda extranjera, así como señalar que la instauración de una monarquía en el país representaría un acto de hostilidad para Estados Unidos y el republicanismo que prevalecía en esa parte de América.

Pese a lo anterior, para Estados Unidos no era el momento de abrir un conflicto con el imperio napoleónico, pese a que la Unión se identificaba en el plano ideológico con la república juarista y la Doctrina Monroe implicaba la defensa del continente frente a la injerencia europea. Por ello, el gobierno de Lincoln se centró en sus problemas internos al tiempo que evitaba dar motivos para entrar en guerra contra Francia, que además en cualquier momento podría entablar una alianza con los confederados que pusiera en aprietos a la Unión.

Frente a la suave postura de Estados Unidos para pedir a Francia que respetara la independencia de su país vecino del sur, Napoleón III respondía solicitando al gobierno norteamericano –que había aceptado la figura de Matías Romero como ministro plenipotenciario de Juárez– que reconociera al imperio mexicano. Sin embargo, esta lucha de declaraciones no pasó de eso.

Para abril de 1865, la Guerra Civil llegaba a su fin con el triunfo de la Unión, pero también con el asesinato de Lincoln. Su sucesor, el presidente Andrew Johnson, acentuó la postura en contra del imperio de Maximiliano y miembros de su gobierno se acercaron de manera más franca al bando republicano en México. Según los historiadores Octavio Herrera y Arturo Santa Cruz, el propio ministro Matías Romero, además de negociar préstamos para la causa juarista, llegó a un acuerdo con el general Ulysses Grant, el jefe militar de mayor prestigio tras el conflicto bélico norteamericano y futuro mandatario de su país: “Se trataba de que una fuerza militar estadounidense, compuesta con la mayoría de los hombres desmovilizados, se organizara bajo un mando mexicano para luchar en la liberación del país contra los invasores franceses, y cuyo financiamiento estaría respaldado por la venta de bonos a cubrir por México. Grant estuvo conforme y a su vez delegó la organización de esta empresa al general J. M. Schofield, ordenándosele al general Philip H. Sheridan, que se encontraba en el bajo Bravo, prestarle todo el apoyo necesario”.

Tal acuerdo no pasaría de ser un proyecto, debido a que el gobierno de Johnson consideró que, de llevarse a cabo, implicaría entrar en guerra contra Francia. Sin embargo, la propuesta no dejaba lugar a dudas de a qué bando en México respaldaban los oficiales unionistas, como se manifestaría de manera clara en el caso Bagdad.

 

La importancia de llamarse Bagdad

Nombrada como tal a mediados del siglo XIX –durante la invasión estadounidense de 1846-1848–, Bagdad era considerada una “ciudad artificial”, pero “llena de riquezas”, y el comercio dejaba una enorme cantidad de impuestos aduanales para el imperio de Maximiliano, pues uno de los más importantes jefes militares de su gobierno, el general Tomás Mejía, controlaba el puerto todavía para 1865. Sin embargo, los republicanos organizaron una ofensiva para tener mayor control sobre el noreste del país, hasta el momento dominado en gran parte por los imperialistas.

El encargado de esa misión fue el general Mariano Escobedo y su Ejército del Norte, que a finales de dicho año se movían en la zona fronteriza dominada por las ciudades de Matamoros y Brownsville, en la que militares y civiles iban y venían sin mayor problema de un lado y otro, y en la cual estaba permitida la libre navegación por el río Bravo a los ciudadanos de ambas naciones, así como de sus mercancías, de acuerdo con lo estipulado en el Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, con el cual había culminado la invasión norteamericana a territorio mexicano.

Después de la pérdida de la plaza de Monterrey a manos de los imperialistas, así como de varios intentos infructuosos de tomar Matamoros tras encontrarse con la férrea línea defensiva de Mejía, en los primeros días de 1866 Escobedo planeó atacar el Bagdad tamaulipeco, luego de que la mayoría de la milicia francesa abandonara el puerto. Para reforzar a sus tropas, el jefe republicano pidió apoyo en Brownsville al general estadounidense Godfrey Weitzel, comandante del distrito texano de Río Grande. De acuerdo con Octavio Herrera, ese contingente yanqui entraría a territorio mexicano bajo las órdenes del ejército de Escobedo. La toma del puerto se complementaría con una ofensiva sobre Matamoros de los hombres al mando de Cheno Cortina, quien fungía como el jefe militar juarista más importante de Tamaulipas y tenía una fuerte influencia en esa región fronteriza; de hecho, Bagdad se había llamado por un tiempo Villa Cortina.

 

De apoyo a invasión

Con el respaldo franco del jefe unionista Weitzel a los republicanos mexicanos –lo que incluso le provocó un conflicto con el general imperialista Mejía–, en las calles de Brownsville se empezó a reclutar a estadounidenses para cruzar la frontera a cambio de vestido, alimento y una paga mensual. Sin embargo, el pretendido apoyo a Escobedo pronto se convirtió en una invasión, luego de que el general Robert Clay Crawford –que se supone se pondría bajo la autoridad de los juaristas–, apoyado por el teniente coronel Arthur F. Reed, decidió atacar Bagdad por su propia cuenta.

Entre las tres y cuatro de la madrugada del 5 de enero de 1866, decenas de soldados negros (la prensa de la época habló de cerca de mil, cantidad que también refirió años después Manuel Rivera Cambas), supuestamente afines a la causa republicana, con uniformes del ejército de Estados Unidos y encabezados por un teniente de apellido Linscott, asaltaron el puerto de Bagdad y descargaron una ofensiva contra las fuerzas imperialistas. Según el coronel republicano Enrique Mejía, junto con aquellos entró una partida de bandidos que desató el caos. Sin embargo, de acuerdo con el testimonio de un residente del lugar, “los soldados se lanzaron como fieras por las calles, descargando sus fusiles y pistolas para amedrentar al vecindario”.

Los “filibusteros” –como ya eran llamados por la prensa–, dispararon “a diestro y siniestro y se dirigieron en el mayor desorden a la plaza en donde están situadas la aduana y la comandancia”; luego se apoderaron de la guarnición militar defendida por imperialistas mexicanos, quienes la entregaron sin resistencia, aunque al parecer en el acto murieron el centinela y dos soldados; los demás fueron hechos prisioneros. Después, los invasores se dirigieron al cuartel y lo tomaron por sorpresa, no sin antes matar al corneta que estaba a punto de dar aviso del asalto.

Asimismo, el vapor Antonia, que era defendido por franceses y un destacamento austriaco, también fue víctima de la artillería de los norteamericanos y en el ataque murieron dos soldados. Al poco tiempo, seguidos por parte de la población local, los estadounidenses liberaron de la cárcel a un tal Mr. Foster, acusado de robo y asesinato, quien aguzó a los soldados y encabezó el pillaje.

Al final, la invasión dejó varios asesinados y mujeres violadas, entre ellos varios ciudadanos franceses –como un tal Roque y su esposa–, además del saqueo indiscriminado de casas y negocios. Un diario comentó los acontecimientos: “El homicidio, la violación y el saqueo se han puesto por obra en todo su horror. Desde la ribera texana se oían las imprecaciones de los vándalos y los lamentos de las víctimas, y no se elevó una mano en defensa de estas”.

Crawford y Reed, considerados aventureros que después de la Guerra Civil estadounidense habían quedado sin ocupación, se pusieron al mando de la situación, fortificaron las plazas tomadas con balas del algodón que abundaba en el lugar e incluso legalizaron el producto del robo al declararlo botín de guerra en la lucha contra los imperialistas. De hecho, la prensa registró que, para cruzar la frontera, los invasores firmaban pases con la frase: “Cuartel general de los Estados Unidos en Bagdad”. Ante ello, Escobedo pidió apoyo al general Weitzel para controlar a Crawford y sus huestes, por lo que el norteamericano envió a otro grupo de soldados negros (entre 140 y 200) que, en lugar de colaborar para que la situación volviera la normalidad, se dieron también al pillaje.

La toma de Bagdad por miembros del ejército estadounidense no terminó ni con la llegada de Escobedo y sus tropas, que al principio fracasaron en su intento de poner orden. Si bien el general republicano designó como comandante de Bagdad al coronel Enrique Mejía, la autoridad de este no alcanzó para normalizar la situación y por unos días más el saqueo y el caos continuaron, aparte de que Crawford pretendía ser el jefe de la plaza y desconocer al coronel Mejía, al grado de que Reed apresó a este último y a Escobedo por un breve tiempo, aunque al final ambos fueron puestos en libertad.

Poco después, Escobedo pidió más apoyo a Weitzel, quien enviaría a cerca de una centena más de hombres de las fuerzas estadounidenses “de color” (como eran llamadas), tanto de infantería como de caballería, las cuales, pese a que representaban una ayuda, no dejaron de ser vistas como parte de una invasión de tropas extranjeras a territorio mexicano. Con todo, el caos continuaba: por las noches se veían toda clase de embarcaciones cruzar desde Estados Unidos y luego regresar cargadas con el producto del saqueo a los almacenes de Bagdad, sin que las autoridades mexicanas pudieran hacer gran cosa para impedirlo.

Ante los hechos, los comerciantes de la región externaron una protesta para reclamar una indemnización a Estados Unidos por los daños causados; sin embargo, no obtuvieron respuesta.

 

Esta publicación es un extracto del artículo "Aires de guerra" del autor Ricardo Cruz García que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 130. Cómprala aquí.