El libro de texto gratuito

El proyecto cultural más ambicioso de la Revolución

Bertha Hernández

 

El largo recorrido de la instrucción a la educación pública

 

 

Esta es una historia con muchos principios posibles: puede comenzar con un secretario de Educación y un grupo de alumnos de una escuelita rural de San Luis Potosí; puede iniciar en los talleres de una editorial ya desaparecida, cuya especialidad eran los cómics. También puede arrancar con un puñado de iniciativas que fueron insuficientes para consolidar el sueño de la gratuidad educativa, o en una gran feria del libro, donde un abuelo enseña a sus nietos los textos con los que estudió la primaria. Puede comenzar, en fin, con el recuento de polémicas encendidas, incluso con fuertes reclamos por erratas insólitas. Todo esto permite reconstruir la historia del libro de texto gratuito, uno de los proyectos más importantes que ha producido el sistema educativo mexicano.

 

Así ocurre al inicio de cada ciclo escolar en primarias, en jardines de niños y secundarias públicas: tiene un poco de fiesta entregar a los alumnos los libros que han de emplear en los meses que seguirán. En esos momentos, a los escolares que asisten a esos centros educativos no les preocupa mucho si en el mundo adulto hay debates por el contenido de esos libros o si incluyen todo lo que en opinión de sus padres deben aprender. Desde hace 59 años, al llegar a la mayor parte de las escuelas públicas de nivel básico en todo el país, el libro de texto gratuito es, aún en estos tiempos desencantados y escépticos, el objeto que hace realidad una de las ya tan maltrechas promesas de los movimientos revolucionarios del siglo XX mexicano: la gratuidad educativa.

 

Una colección de buenas intenciones… inconclusas

 

La gratuidad educativa tiene muchos años en el catálogo de buenas intenciones de los gobiernos mexicanos. En sus días de vicepresidente a cargo del poder Ejecutivo, Valentín Gómez Farías expidió, en octubre de 1833, una ley que creaba la Dirección General de Instrucción Pública para el Distrito y Territorios de la Federación, que en su artículo décimo disponía que la nueva dependencia designaría los “libros elementales de enseñanza, proporcionando gratuitamente ejemplares de ellos por todos los medios que estime conducentes”.

 

Como es sabido, Valentín Gómez Farías nunca pudo concretar muchos de los proyectos que tenía en 1833. El gobierno juarista, en plena Guerra de Reforma, afirmaba que aspiraba a crear más escuelas e invitaba a los particulares a “promover y fomentar la publicación y circulación gratuita de manuales sencillos y claros”, pero el proyecto jamás pudo concretarse.

 

Con el Porfiriato, el debate educativo se centró en temas como la obligatoriedad de la educación primaria, en un país donde no había escuelas suficientes ni la uniformidad de los contenidos que aprenderían los escolares de un territorio tan grande y tan poco articulado en muchos aspectos de la vida diaria.

 

Uno de los grandes debates intentaba dilucidar si la enseñanza puramente oral era suficiente o se requería contar con libros de texto y materiales de apoyo. Hasta 1891 se determinó que esos materiales sí eran necesarios para maestros y alumnos, aunque no necesariamente para todos los grados de primaria.

 

Libros de historia como los escritos por Justo Sierra o la Guía metodológica para la enseñanza de la historia –el texto del pedagogo suizo avecindado en México, Enrique Rébsamen– se convirtieron en materiales muy socorridos y reimpresos varias veces. La autoridad educativa tenía la obligación de proponer las obras que sirvieran como textos en las escuelas nacionales y municipales de instrucción primaria del entonces Distrito Federal.

 

Así proliferaron los libros de texto. Aparecieron casas editoras que comenzaron a disputarle el mercado, aún en formación, a los autores decimonónicos que solían costear sus ediciones y luego se dedicaban a convencer a los gobernadores de los estados de las bondades de sus obras para que se consideraran en las listas de títulos que se emplearían, asegurándose así la venta de los libros.

 

Al llegar el nuevo siglo, los libros de texto eran productos comerciales que, por su costo, no eran accesibles a toda la población.

 

El surgimiento de un mercado

 

Las cosas no mejoraron sustancialmente después de la revolución maderista, ni con los gobiernos posrevolucionarios. Continuó el mecanismo de evaluar y dar a conocer listas de libros obligatorios y de consulta producidos por las editoras privadas –entre ellas algunas extranjeras–, mismas que a lo largo de los sexenios se fueron complementando con las publicaciones, en tirajes siempre insuficientes para todo el país, auspiciadas por el Estado.

 

Hasta la creación de la Secretaria de Educación Pública (SEP), en 1921, aparecieron ediciones que intentaban llevar a las aulas el sentido social de la Revolución mexicana. Son célebres las ediciones que en los primeros años de la SEP se produjeron por instrucciones de José Vasconcelos.

 

En su paso por la rectoría de la Universidad Nacional, se tiró un millón de ejemplares del Libro Nacional de Lectura y Escritura que se distribuyó gratuitamente. Además, desde la SEP se reeditaron la Historia Patria y la Historia general de Justo Sierra. La revista gratuita El Maestro, con su suplemento Aladino, alcanzó tirajes de 75 000 ejemplares.

 

Otra célebre publicación de esos días fueron las Lecturas Clásicas para Niños, bellamente ilustradas, que no corrieron con la misma suerte porque, pensada para leerse en clase, su primer volumen tuvo un tiraje de 50 000 ejemplares, y del segundo, que apareció hasta 1925, solo 5 000.

 

En los años de los primeros regímenes posrevolucionarios y partiendo de que la disponibilidad de libros formaba parte de la gratuidad educativa, la SEP convocó a concursos con los que se esperaba obtener contenidos acordes con la nueva realidad nacional. Hubo, en 1932, libros de lecturas para los primeros dos años de primaria que tuvieron tirajes de 182 000 ejemplares distribuidos de manera gratuita. El Departamento de Educación Rural publicó el famoso Fermín, ilustrado por Diego Rivera y del cual se imprimieron 400 000 ejemplares que se destinaron a las escuelas rurales.

 

La insuficiencia de los proyectos editoriales y los problemas de distribución que inevitablemente traían consigo, hicieron que, en esencia, el panorama educativo siguiera igual que al principio del siglo: un mercado editorial privado predominante y una población que, con frecuencia, no podía adquirir los libros.

 

La modificación, en 1934, del artículo tercero constitucional para implantar la llamada “educación socialista”, trajo consigo la creación de nuevos planes de estudios, e idealmente, la creación de nuevos textos.

 

Ese fue el origen de la Comisión Editora Popular creada en el régimen cardenista. Reconociendo que, en sentido estricto, sería difícil producir libros gratuitos, la Comisión produjo materiales de lectura en tirajes tan grandes que permitirían venderlos, anunció, a siete centavos por ejemplar.

 

En efecto, fueron tirajes importantes: de la serie de lecturas para escuelas rurales, Simiente, se produjeron 3 420 000 ejemplares, y su versión para escuelas urbanas tuvo 1 750 000. Abundaron, en aquellos años, los concursos para encontrar autores y textos que fueran coherentes con el proyecto socialista. Así se publicaron materiales como Literatura revolucionaria para niños, de León Díaz Cárdenas. Pero siempre se trataron de materiales dirigidos a la lectura, la historia y la geografía; no ofrecían una visión integral al educando.

 

Ese fue el panorama que heredó el gobierno de Manuel Ávila Camacho, quien en la segunda mitad de su sexenio, en 1943, llamó a ocupar la titularidad de la SEP al diplomático y escritor Jaime Torres Bodet, que había sido secretario particular de José Vasconcelos en la Universidad y luego estuvo al frente, en la naciente Secretaría, del Departamento de Bibliotecas.

 

Muchas de sus acciones en esos tres años (1943-1946) tenían la inspiración del sueño vasconcelista, pero con una capacidad de concreción mayor: convirtió la construcción de escuelas en una política pública e impulsó una campaña masiva de alfabetización, para la cual se produjeron diez millones de cartillas y materiales en media docena de lenguas indígenas.

 

Sabía Torres Bodet que los libros de texto accesibles eran una necesidad real para el Estado mexicano, pero solamente produjo colecciones de lecturas y promovió concursos para producir libros de historia y geografía. Aspiraba Torres Bodet a promover libros donde el nacionalismo y el amor a la patria estuvieran presentes y fomentaran la conciencia cívica de los alumnos.

 

Pero el escenario no se transformó entonces ni en los siguientes doce años. El gobierno presidencial de Miguel Alemán arrastraba un surtido de libros donde aún permanecían los textos de la era socialista, que eran objeto de fuertes críticas de sectores conservadores que se quejaban de la permanencia de “textos comunistas”. Su campaña “pro-abaratamiento” de los libros de texto, que reportó la producción de 818 000 libros “a precios realmente populares”, en realidad no abarató nada.

 

Lo mismo ocurrió con la Comisión Nacional Proabaratamiento del Libro del gobierno de Adolfo Ruiz Cortines, que intentó reducir la deserción escolar: se pidió a las editoriales privadas que no incluyeran cuestionarios en sus libros, para que pudieran usarse más de una vez, y, en vista de que, por propia iniciativa, no redujeron el precio de los libros, el gobierno amenazó, por primera vez, con intervenir de manera rotunda en la edición de libros de texto para primaria. No lo hizo, pero sí anunció que fijaría los precios de los libros. La decisión solo provocó más disputas, porque nunca hubo concordancia entre lo que el gobierno estimaba una “justa retribución” y lo que los editores llamaban “utilidad”.

 

En los hechos, el panorama educativo de fines de los años cincuenta del siglo pasado estaba marcado por una importante deserción escolar, con frecuencia motivada por la imposibilidad de adquirir los libros de texto. Para modificar ese mundo, tuvo que aparecer eso que se suele llamar “voluntad política”, que permitió instrumentar, como una política pública no sujeta a vaivenes políticos o ideológicos, el libro de texto gratuito.

 

 

El artículo "El proyecto cultural más ambicioso de la Revolución" de la autora Bertha Hernández se publicó en Relatos e Historias en México número 127Cómprala aquí