Hidalgo, Allende y otros iniciadores del movimiento de independencia fueron aprehendidos en medio del desierto que hoy es parte de Coahuila. ¿Cómo fue posible que más de 1,300 insurgentes fueran sorprendidos por tan sólo 300 realistas? Esta es la historia
En medio de la soledad de las llanuras de Coahuila, y a sólo unos cuantos kilómetros de los límites con el estado de Nuevo León, una pequeña loma destaca en el desierto. Conocida por los escasos habitantes del cercano ejido de Acatita de Baján como la loma del Prendimiento, este cerro ha quedado marcado en la historia como el sitio de una traición.
Miguel Hidalgo, Ignacio Allende y otros iniciadores de la independencia de México encontraron su trágico destino en ese lugar hace 213 años, cuando fueron aprehendidos por fuerzas realistas en una emboscada a mitad del desierto. “Todos los pueblos han conocido revoluciones”, escribió el filósofo Voltaire; sin embargo, muy pocos de los que inician una logran ver su final. Tal fue el caso de la independencia de México.
La gran rebelión popular iniciada por el cura Miguel Hidalgo y Costilla en el pequeño pueblo de Dolores, la madrugada del 16 de septiembre de 1810, estalló con la fuerza de una explosión por toda la Nueva España. Pero como todo voraz incendio, el fuego empezó a extinguirse pronto. Después de los triunfos iniciales en Guanajuato y Monte de las Cruces, la desorganización e improvisación de los insurrectos o “insurgentes”, como fueron llamados, comenzó a ser notoria. Esto, aunado a una firme respuesta de las fuerzas virreinales y a las desavenencias surgidas entre los dos principales caudillos Hidalgo y Allende–, pronto llevaron a la catástrofe.
Derrotados en enero de 1811 en las afueras de Guadalajara, en la batalla de Puente de Calderón, los insurgentes decidieron replegarse a Zacatecas para reorganizar sus fuerzas. Sin embargo, en el camino, las diferencias entre Hidalgo y Allende llegaron a su punto de quiebre. Culpado por las derrotas sufridas, Hidalgo fue destituido del mando del ejército por los principales jefes insurgentes en la hacienda de Pabellón, Aguascalientes. Juan Aldama, Mariano Abasolo, Joaquín Arias y Rafael Iriarte decidieron nombrar a Allende como su nuevo “capitán general”.
Camino al desierto
Resueltos a buscar refugio en el norte, en las Provincias Internas de Oriente (entonces comprendidas por los actuales estados de Coahuila, Texas, Nuevo León y Tamaulipas), cuyos gobernadores se habían mostrado a favor de la independencia, los caudillos partieron rumbo a Saltillo, a donde arribaron en los primeros días de marzo de 1811.
Allende, un hombre de 42 años, militar de carrera que había sido capitán del Regimiento Provincial de Dragones de la Reina, estaba convencido de que la única forma de vencer a las tropas virreinales era organizando un pequeño ejército bien armado y disciplinado. Para lograr esto, decidió dirigirse a los Estados Unidos con el fin de comprar armas, municiones y conseguir apoyo.
El 16 de marzo, después de un consejo general, los restos del ejército insurgente se dividieron: 2,500 hombres al mando del Lic. Ignacio López Rayón permanecerían en Saltillo, mientras que Allende y los principales jefes, que incluían a Hidalgo, Aldama, Abasolo, Mariano Jiménez y Juan Ignacio Ramón, partieron con dirección a Monclova: de ahí saldrían hacia San Antonio de Béjar y por ese camino adentrarse en territorio estadounidense.
La jornada era larga y sobre todo pesada. Cruzar esos desiertos con una columna compuesta por 1,300 hombres, numerosas mujeres, 14 carruajes, 25 cañones y centenares de mulas cargando medio millón de pesos en barras de plata, no parecía tarea fácil. No obstante, los insurgentes marcharon optimistas, confiados por estar en territorio amigo y seguros de que serían recibidos en Monclova por el gobernador adicto a la causa, Pedro de Aranda.
Pero como oscuros nubarrones de tormenta, la tragedia acechaba en el desierto. Fraguada ocultamente por los antiguos funcionarios realistas de la región, una contrarrevolución estalló en Monclova. En la noche del 17 de marzo el gobernador Aranda fue aprehendido y obligado a firmar una carta dirigida a los insurgentes –que venían ya en camino– en la que se informaba que Monclova se preparaba para recibir con entusiasmo a Hidalgo y sus compañeros, y que una fuerza comandada por el coronel Ignacio Elizondo los esperaría en las norias de Baján para escoltarlos. La carta fue enviada al día siguiente, 18 de marzo, con un mensajero de nombre Pedro Bernal.
El coronel Ignacio Elizondo era un exmilitar que se había convertido en ganadero y establecido en la hacienda del Álamo, jurisdicción de Monclova, cerca del río Nadadores. Originario del valle de los Salinas (actual Salinas Victoria, Nuevo León), vivió durante muchos años con su familia en Pesquería Grande (hoy Villa de García). Forzado a abandonar Nuevo León por deudas y malos negocios, emigró a Coahuila, en donde nuevamente hizo fortuna. De 45 años, se había convertido en un hombre ambicioso siempre dispuesto a nadar a favor de la corriente y sacar provecho de las circunstancias. Primero había sido capitán de las milicias provinciales, después coronel de la causa insurgente y ahora se convertía en el brazo armado de la contrarrevolución.
En la tarde del 19 de marzo Elizondo salió de Monclova para encontrarse con los insurgentes en Acatita de Baján: un paso obligado en el desierto por las norias que ahí había. Su fuerza se componía de apenas 342 hombres, entre soldados y vecinos que había reclutado apresuradamente, entre los que se incluía un grupo de indios “comanches y mezcaleros” de la misión de Peyotes.
Después de partir de Saltillo, la columna de Allende había seguido el Camino Real, que más que camino era una senda en el desierto. Tras haber cruzado por las haciendas de Santa María y de Anhelo, pasaron por la orilla del hoy estado de Nuevo León, en Espinazo. Cansados y escasos de agua, llegaron en la noche del 20 de marzo a un lugar denominado La Joya. De ahí, las norias de Baján estaban a menos de media jornada.
La emboscada
Esa noche se toparon con Pedro Bernal, el mensajero enviado por Elizondo. Fue llevado ante el general Mariano Jiménez y le aseguró que en Monclova se les aguardaba un recibimiento obsequioso, pues las calles estaban adornadas “con arcos desde el Puertecito hasta la puerta de la iglesia”, y que el mismo gobernador los esperaba en Acatita de Baján para escoltarlos en triunfo. Al preguntarle sobre el agua, el mensajero le dijo que, ya que había poca en las norias y los insurgentes llevaban mucha gente, le recomendaba que las personas principales fueran adelante para que tomaran primero el agua. Jiménez decidió seguir su consejo. La trampa estaba puesta.
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