Tras la victoria estadounidense en territorio mexicano, la ciudad capital pasó de un estado de alerta máxima por parte de sus habitantes e invasores, a una relativa tranquilidad y tolerancia con el paso de las semanas. Los ataques de civiles a militares y el fusilamiento de pobladores acusados de hurtos también disminuyeron.
Los días que siguieron al 14, 15 y 16 de septiembre de 1847 los americanos distribuyeron sus tropas en la ciudad, colocando en cada garita y con dirección a las calzadas, piezas de artillería, y tomando durante la noche todas las precauciones convenientes, bien para resistir una nueva sublevación, o bien para no ser sorprendidos en sus cuarteles situados en los barrios por alguna partida de guerrilleros de los muchos que se decía vagaban en los pueblos del valle de México; pero un mes después la confianza se restableció un tanto; los enemigos disminuyeron mucho sus aparatos militares, dejando solo en la puerta de Palacio un cañón de a veinticuatro y un mortero, y los habitantes de México, que habían emigrado, comenzaron a regresar, considerándose más seguros dentro de la capital que en los pueblos cortos.
Los oficiales americanos, orgullosos con la conquista que habían hecho, bastante alegres de hallarse casi en completa seguridad en la capital de la República y persuadidos de que una sublevación era unriesgo muy remoto, comenzaron a organizar un sistema completo de diversiones.
Algunos actores, urgidos por la necesidad o por otros motivos, se prestaron a representar algunas comedias: el dueño del Teatro Nacional no tuvo gran dificultad en arrendar el local, y la ciudad conquistada comenzó a mostrar sus atractivos al vencedor. La Cañete fue el encanto y la adoración de los jefes americanos, y la calle de Vergara presentó todas las noches el aspecto de animación y de vida que le ha sido habitual desde que por la constancia del señor Arbeu se hizo ese magnífico edificio. Algunos carreteros y soldados representaban comedias en alemán y en inglés en el teatro de Nuevo México.
Los que no eran muy aficionados al teatro organizaron salones de baile a imitación de la moda de los Estados Unidos. Un salón de baile se estableció en la calle del Coliseo frente del Teatro Principal; otro en el callejón de Betlemitas, y el más concurrido de todos, en el hotel de la Bella Unión. Los cuartos de este hotel estaban llenos de oficiales. En los pisos bajos había salones de juego; en los primeros pisos cantinas, billares y salas de baile; y en los altos, en su mayor parte estaban destinados a lo que la decencia no permite expresar. Desde las nueve de la noche hasta las dos o tres de la mañana duraban estas orgías que jamás se habían visto en México. El bello sexo mexicano era más abundante de lo que era de esperarse, y compuesto en su mayor parte de prostitutas y a veces de algunas muchachas alucinadas u obligadas por la miseria a cambiar su honor por un pedazo de pan para sus familias.
Los oficiales, además de estos medios públicos para divertirse, por decirlo así, comenzaron a esparcirse en clase de alojados por todas las casas de México, y elogiando la belleza del país y de las señoritas mexicanas, iban poco a poco formando relaciones e inspirando confianza a las familias.
Por los datos que hemos tenido a la vista, solo ocupó la ciudad el general Scott con siete u ocho mil hombres, pero después fueron llegando de los Estados Unidos y de las guarniciones del camino algunos nuevos regimientos de infantería y caballería, la mayor parte voluntarios. Raro día se pasaba en la capital sin que llamara la atención del vecindario la entrada de nuevas fuerzas, de suerte que a los dos meses de haber entrado los enemigos en México, el aspecto de la ciudad había cambiado enteramente. Desde las cinco de la mañana hasta las siete de la noche, innumerables carros transitaban las calles en todas direcciones.
La mayor parte de los conventos de monjas y frailes estaban convertidos en cuarteles y hospitales, y grupos de voluntarios con pistolas de seis tiros y grandes cuchillos de monte en la cintura recorrían la ciudad y llenaban las tabernas y cafés. La tropa de línea estaba vestida de azul, pero los voluntarios y la multitud de aventureros que venía unida a la tropa andaban con las botas sobre los pantalones, con unos sombreros y unos trajes ridículos, hasta el grado de parecer farsantes de carnaval.
Toda esta multitud, y exceptuándose el cuerpo de rifleros y algunos otros bien organizados, hacía una pública ostentación de su glotonería, de su intemperancia, de su extremada suciedad y de sus maneras bruscas y enteramente opuestas a las de la raza de los países meridionales. Personas que han residido mucho tiempo en los Estados Unidos no podían creer que tal fuese el ejército de una nación que ha pretendido colocarse a la vanguardia de la civilización, y cuyos ciudadanos creen ser los más ilustrados del mundo. En la oficialidad de línea, y particularmente en la artillería e ingenieros, se podían reconocer algunos jóvenes de educación y de estudios; pero los oficiales de voluntarios, en la generalidad, tenían las mismas maneras bruscas de los soldados, con los cuales trataban con una familiaridad muy distante de ser provechosa para la buena disciplina. No dejaba a todo hombre observador de extrañar que estas reuniones de voluntarios viciosos, sin disciplina, sin subordinación, sin experiencia en el manejo de las armas ni conocimientos de táctica, hubieran vencido a nuestros batallones, instruidos, subordinados, sufridos, y por más que se diga, valientes. Ya el lector habrá notado, por la lectura de estos rápidos apuntes, las causas que influyeron en las pérdidas de las batallas. Esta continua afluencia de extranjeros, que en su mayor parte hablaban el inglés, ocasionó también una alteración en el comercio.
Las sastrerías que se habían apellidado mexicanas se convirtieron en sastrerías americanas; y sastres, barberos, tenderos, fondistas y mesoneros sufrieron la influencia del idioma del conquistador, y se apresuraron a sustituir sus letreros y avisos con letreros y avisos en idioma inglés. El comercio, que en todas partes es comercio, se entendió al poco tiempo con los nuevos dominadores, y comenzáronse a hacer negocios y especulaciones por todos los que estuvieron en disposición de calcular solamente sus ganancias pecuniarias. De esta regla general pueden hacerse pocas y honrosas excepciones, siendo una de ellas don Gregorio Mier y Terán, que ni por sí, ni por interpósita persona, quiso entrar en ninguna clase de especulación, y aún rehusó vender maíz cuando fue una partida de tropa a solicitarlo a la hacienda de San Nicolás. Esta conducta patriótica es muy honrosa y nosotros con mucho gusto hacemos mención de ella.
Este era el estado que en lo general guardó algunos meses la capital de la República. Los ricos, metidos en su casa o retirados a sus haciendas, veían con indiferencia lo que pasaba; los comerciantes avarientos especulaban y los que pertenecían a la clase media tenían a veces que pedir limosna. Los empleados egoístas, que tenían algún otro modo de subsistir, abandonaron al gobierno, creyendo ya completa y duradera la conquista: el populacho, heroico al principio, continuó algunos días ejerciendo venganza y haciendo desaparecer todos los días con el puñal a los soldados americanos; pero concluyó por dejarse humillar por los altaneros conquistadores. Lo que en este punto pasó en México no es nuevo, sino muy parecido a lo que ha acontecido en todos los países del mundo cuando han sido momentáneamente dominados.
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