Venturas y desventuras de Guillermo Prieto en la política, la guerra y las finanzas públicas

La revolución reformista
Bertha Hernández

 

Como ministro de Hacienda en la época de la Reforma, a Guillermo Prieto le tocó firmar en 1860 el decreto de nacionalización de los bienes eclesiásticos y emitir el reglamento para llevarlo a cabo. Posteriormente, durante la Segunda Intervención francesa, acompañó a Juárez en su periplo hacia el norte y fue una de las piezas claves del gobierno itinerante que luchó por la soberanía nacional, especialmente mientras duró el imperio de Maximiliano de Habsburgo, de 1864 a 1867.

 

 

¿Y el hombre de Estado?

 

Sí, ahí está, en sus días de diputado constituyente entre 1856 y 1857; en sus muy breves pero intensas gestiones al frente del Ministerio de Hacienda; en sus trabajos como administrador general de Correos, asunto del que casi nadie habla, pero que en sus días no era un encargo menor. Está en momentos como la crisis de gobierno de 1865, cuando se atreve a disentir de la opinión mayoritaria del círculo cercano a Juárez y prefiere separarse de ese grupo, con el que ha vivido glorias y desastres. Para un personaje tan emotivo y sensible como él, no solo es perder su lugar político, sino distanciarse, tal vez para siempre, del amigo, por muy presidente que sea.

 

¿Diputado? Más de veinte ocasiones, casi todas por Tacubaya. Una de las más relevantes es la de 1856-1857, cuando es una de las voces frecuentes en los debates que llevarán a la conformación de la Constitución completamente liberal. Es de los que sube más veces a la tribuna porque hay temas que mucho le importan: garantizar la libertad de expresión y de comercio, suprimir las aduanas interiores y los impuestos heredados del virreinato, y la revisión de los contratos de préstamos gestionados en la última presidencia de Santa Anna. Una de sus participaciones relevantes se dio en las discusiones acerca de la libertad de cultos, cuestión que finalmente no se incluyó en la Constitución.

 

La otra gran participación legislativa de Guillermo Prieto ocurre muchos años después, en 1884, durante la presidencia de Manuel González (compadre de don Porfirio Díaz), cuando levanta la voz para oponerse a la renegociación de la legendaria “deuda inglesa”, empréstito acordado por México en sus primeros años como nación independiente y que se había convertido en un lastre que parecía no terminar. De paso, criticó la introducción de las monedas de níquel porque “olían a extranjero”. Todos los testimonios coinciden en que aquel hombre de 63 años volvió a encender, con su oratoria, los ánimos populares, que lograron aplazar, por un año, el tema de la deuda externa.

 

El ministro de Hacienda

 

Dos son los momentos más duros y difíciles en su vida pública: uno es político; el otro, a capítulos, lo constituyen los quince meses y diecisiete días que fungió como ministro de Hacienda con tres presidentes: la primera, cuando “cayó en tentación de ministerio”, a fines de 1852, con Mariano Arista; la segunda, con Juan Álvarez, al triunfo de la Revolución de Ayutla en 1855; y en dos ocasiones con Juárez: una en 1858, en los primeros días de la Guerra de Reforma, y la otra entre 1860 y 1861, cuando México enfrentó la invasión de la triple alianza europea por el congelamiento de la deuda.

 

Nunca tuvo tranquilidad Guillermo Prieto mientras fue ministro de Hacienda, ya que sus aspiraciones respecto a conformar una sólida administración siempre chocaron con las urgencias del momento, la falta de ingresos públicos y la escasa cooperación de los gobernadores, caciques y caudillos, habituados a meter mano en la recaudación de las rentas federales.

 

En su primera experiencia, determinó la reducción, en cincuenta por ciento, de los salarios del ejército, como parte de un plan de austeridad; en la segunda, adelgazó la estructura de recaudación, intentando evitar que el ingreso se fuera “en pequeñeces” y al arbitrio de Juan Álvarez. Nunca, sin embargo, consiguió desterrar las alcabalas, esos viejos impuestos que, al existir en todos los estados, iban encareciendo los productos a medida que transitaban por el país. Renunció, agotado, ante la imposibilidad de reformar la estructura hacendaria.

 

Su siguiente nombramiento llegó en 1858, con la Reforma. Planteó una estrategia económica y hacendaria que resultó inviable en vista de la guerra civil. Hubo de firmar, en cambio, un préstamo forzoso por 740 000 pesos para financiar a las tropas liberales. Su proyecto, que consideraba reducciones brutales a las partidas presupuestales, eliminaba la Marina, sustituía al ejército por un cuerpo de gendarmería y desaparecía la mayor parte de las representaciones diplomáticas en Europa y Estados Unidos, resultó tan radical que incomodó al mismísimo Juárez, quien le pidió la renuncia.

 

A pesar de ello, Juárez volvió a designarlo responsable de la hacienda pública al final de la guerra y, por lo tanto, le tocó la nada sencilla tarea de reconstruir la estructura económica nacional. Las condiciones eran aún peores que al inicio del conflicto. Prieto tenía una sola certeza: no quedaba un peso en las arcas nacionales y desconocía el paradero de los recursos, pues el gobierno conservador de Miguel Miramón, tras su derrota, quemó los archivos antes de abandonar Ciudad de México.

 

Había firmado, en Veracruz, el decreto de nacionalización de los bienes eclesiásticos y, de regreso en la capital del país, emitió el reglamento respectivo y desconoció los contratos y negocios realizados por el gobierno conservador para hacerse de recursos. También hizo extensiva la nacionalización a los conventos, ornamentos, alhajas, bibliotecas, pinturas y esculturas de los templos. Solamente exceptuó a catedrales y parroquias.

 

Pese a toda su buena voluntad, plasmada en informes hacendarios y libros, la gestión de Prieto en Hacienda terminó mal: hubo de ceder a presiones de poderosos acreedores, como las casas comerciales inglesas, y debió reconocer contratos hechos con los conservadores. Se desató una lluvia de críticas, provenientes de liberales y de sus opositores; unos cuestionaron el modo en que el gobierno pasaba por encima de los derechos adquiridos (por quienes habían negociado con la estructura conservadora); otros simplemente lo tildaron de desordenado e inepto.

 

Aquello no terminó nada bien. “La ley quiso democratizar la propiedad […] y la especulación la llevó a las manos del agio”, escribió. Nunca pudo obtener recursos para el gobierno y no le quedó de otra que emitir deuda bajo el nombre de “certificados de Hacienda”. Por más recursos que ideara, la realidad seguía siendo la misma: no había dinero. Prieto declaró la bancarrota de la nación y fue relevado del gabinete a principios de abril de 1861; la Reforma, en su vertiente económica, había fracasado. Tres meses y medio después, el gobierno anunciaba la suspensión de pagos de la deuda externa y se abría la ruta que llevaría a la guerra de intervención.

 

Prieto, como ministro de Hacienda, no conoce sino penurias. En 1894, tres años antes de su muerte, alcanza a enterarse, con asombro, de que el gobierno de Porfirio Díaz reporta, por primera vez en la historia del país, un superávit en las finanzas nacionales. El artífice era José Yves Limantour.

 

Choque y ruptura con Juárez

 

A fines de 1865, su manera de entender la política lo condujo a un fuerte desacuerdo con la prórroga del mandato presidencial de Juárez, en un hecho que forma parte de la historia de esa fractura del partido liberal, que en Prieto adquirió tintes de tragedia personal.

 

 

Si quieres saber más sobre la ruptura entre Benito Juárez y Guillermo Prieto, busca el artículo completo “Las ideas y las palabras” de la autora Bertha Hernández publicado en Relatos e Historias en México, número 120. Cómprala aquí.