Vendimia en la Plaza Mayor

Una historia que va desde los primeros años de la Colonia hasta el siglo XIX
Guadalupe Lozada León

Desde los muy remotos tiempos en que los mexicas trazaron y desarrollaron la ciudad de México-Tenochtitlan, la que después sería la Plaza Mayor fue sede del poder y punto esencial de la vida cotidiana en la capital.

Al llegar a esta lacustre y magnífica ciudad que fue tomada en 1521, los españoles respetaron los espacios públicos y, en los mismos terrenos donde los tenochcas habían levantado sus adoratorios y grandes centros ceremoniales, edificaron los nuevos recintos de los que surgían las decisiones políticas y religiosas, así como la gran Plaza Mayor que, a la postre, se convirtió en la sede del comercio y la convivencia por antonomasia.

Pocos lugares en el mundo del siglo XVI tenían una plaza de las dimensiones de ésta… De hecho, fueron los conquistadores quienes ponderaron las ventajas geográficas y de comunicación de esta plaza, no obstante las dificultades que representaba edificar una ciudad sobre las ruinas de otra, máxime si se encontraba a la mitad de un lago.

Así, don Francisco Cervantes de Salazar en sus diálogos latinos, conocidos como México en 1554, pone en boca de uno de los protagonistas la descripción de este espacio que, a menos de cuarenta años de ser una urbe con traza española, ya mostraba las características que le darían forma de ahí en adelante:

 

“Zuazo: Desde esta calle que, como ves, atraviesa la de Tacuba, ocupan ambas aceras, hasta la plaza, toda clase de artesanos y menestrales, como son carpinteros, herreros, cerrajeros, zapateros, tejedores, barberos, panaderos, pintores, cinceladores, sastres, borceguineros, armeros, veleros, ballesteros, espaderos, bizcocheros, pulperos, torneros, etcétera, sin que sea omitido hombre alguno de otra condición u oficio.”

 

Entonces la Plaza Mayor, como en tiempos de Moctezuma, se mantenía como corazón de la ciudad y punto neurálgico de todas las actividades que le daban vida. Aquí llegaban, mejor que a cualquier otro sitio, los productos destinados al comercio, habida cuenta de que las principales avenidas y canales confluían en ella o en sus inmediaciones, además de que ahí se podía establecer una mayor vigilancia de todas las acciones que se llevaban a cabo. Por otro lado, dado que las plazas de la capital eran propiedad del Ayuntamiento, se facilitaba el establecimiento de mercados, lo que definía así el patrocinio municipal sobre el espacio público.

 

Un mercado para cada necesidad

Dadas todas estas ventajas, muchos y muy diversos fueron los comerciantes que ahí se asentaron, lo que a la postre dio por resultado la aparición de tres mercados diferentes: el llamado Puestos de Indios, el Baratillo de la Plaza Mayor y el de productos ultramarinos conocido como Alcaicería, además del que surgió posteriormente: el Parián.

Era tal la cantidad de puestos que ahí se amontonaban que la Plaza se deterioró poco a poco, merced a las inmundicias acumuladas, lo cual propició que el aspecto de aquel espacio tan elogiado fuera transformándose en un verdadero muladar. Si a esto le sumamos la inundación de 1629 que tantos estragos ocasionó a la ciudad, la cual quedó sumergida bajo las aguas durante cinco años, así como dos sonadísimos motines que se dieron en el siglo XVII, uno en 1624 y el otro en 1692, la situación de la Plaza y sus mercados era de total decadencia.

Fue de tal magnitud la tragedia ocasionada por este último tumulto que el Ayuntamiento de México solicitó al monarca Carlos II de España su ayuda para reconstruir dichos puestos, pues las jugosas ganancias que se obtenían, merced a la renta de los espacios, se perdían paulatinamente. Así, el 30 de enero de 1694 el rey emitió una real cédula por medio de la cual negó la ayuda solicitada, pero ordenó que, a costa de la misma representación, se construyera un mercado que contuviera los desaparecidos cajones: el Parián.

Fue así como el virrey conde de Gálvez aprobó, el 17 de agosto de 1695, el proyecto presentado por el capitán Pedro Jiménez de los Cobos, “obrero mayor de la ciudad”. Entonces la obra comenzó a edificarse en el mismo agosto de 1695 y se concluyó en abril de 1703.

 

Adiós a la vendimia

En los primeros años del México independiente y con el establecimiento de la primera República, esta otrora nobilísima ciudad sufrió uno de los alborotos más terribles de los cuales se tenga memoria: el Motín de la Acordada, que derivó en el saqueo cometido el 30 de noviembre de 1828 por los presos que, una vez liberados de la cárcel del mismo nombre por quienes no aceptaban la derrota del antiguo insurgente Vicente Guerrero en su lucha por alcanzar la presidencia, organizaron una verdadera turba que se dirigió a la ya nombrada Plaza de la Constitución y saqueó el Parián.

Transcurrieron, sin embargo, quince años más hasta que el 27 de junio de 1843, en la época del gobierno del general Antonio López de Santa Anna, se emitió un decreto que ordenaba su inmediata demolición, con el argumento de que su pesada estructura “impedía y afeaba la sorprendente vista que debe presentar la plaza principal”.

De nada valieron las protestas del Ayuntamiento que así perdía el mejor de sus ingresos, ni tampoco las súplicas de los comerciantes. La orden se cumplió, aunque para derribar sus espesos muros se tuvo que echar mano de la fuerza de los presos.

 

Esta publicación es sólo un resumen del artículo “Vendimia en la Plaza Mayor", de la autora Guadalupe Lozada León, que se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 97.