“El día en que no se adore a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá desaparecido no sólo la nacionalidad mexicana, sino hasta el recuerdo de los moradores de la México actual”, escribió hacia el final del siglo XIX Ignacio Manuel Altamirano en la última página de sus Paisajes y leyendas, tradiciones y costumbres de México. El escritor y político guerrerense recogía así el profundo y extendido culto a la Guadalupana, en torno a la cual la mayor parte de la población mexicana ofrendaba su identidad y su vida; más, si se tenía el privilegio de acudir o vivir en los alrededores de la ciudad de Guadalupe Hidalgo, que desde el siglo XVI era morada de la venerada imagen.
Cuando en 1821 México nació a la vida independiente, la Villa de Guadalupe –región asentada sobre lo que antiguamente llamaban Tepeaquilla– era vista como una gran ciudad revestida de poder, prestigio y popularidad. Un lugar concurrido, con cientos de viviendas y una incesante vida comercial, conectado con la Ciudad de los Palacios a través de importantes vías de tránsito, como lo eran las hoy llamadas calzadas de Guadalupe y de los Misterios. El templo principal de la ciudad de Guadalupe Hidalgo se unía además a Palacio Nacional y a la catedral de la Ciudad de México, los centros político y religioso más importantes del país.
Magnos hechos siguieron aconteciendo en sus inmediaciones tras la consumación de la Independencia. Ahí tuvo lugar, por ejemplo, la inauguración de la Orden de Guadalupe en agosto de 1822, hecho posterior a la coronación de Agustín de Iturbide como emperador del país. Luego, al final de esa década, el triunfo de los generales Manuel Mier y Terán y Antonio López de Santa Anna contra los españoles comandados por el brigadier Isidro Barradas que intentaban reconquistar México, fue la causa de un nuevo acto jubiloso en la villa. Cuenta Lorenzo de Zavala en su Ensayo histórico que "en la noche del 1º de Octubre llegaron a la capital, conduciendo las banderas tomadas al enemigo, los oficiales Mejía, Stávoli, Woll y Beneski, y el presidente dispuso dedicarlas a la Virgen de Guadalupe, y ofrecer este trofeo a la patrona de los mexicanos cuya imagen había sido entre los insurgentes el Lábarum maravilloso de los tiempos de su primer movimiento nacional. Nada faltó a esta augusta ceremonia, viéndose en tonces la calzada que se extiende desde México hasta la Villa de Guadalupe Hidalgo, cuya extensión es de tres millas, cubierta de un gentío inmenso, que saludaba a D. Vicente Guerrero con aclamaciones de una alegría sincera".
Llegaba entonces el tiempo de las asonadas y pronunciamientos que acabaron con los mandatos presidenciales al cabo de algunos días o semanas de haber iniciado; pero, con todo y el clima político que se padecía, cuenta Altamirano que “cada triunfador se creía en la obligación de ir a consagrar su efímero triunfo ante los altares de la Virgen, y esa calzada de la Villa ha visto más caudillos vitoreados en cuarenta años, que la vía Apia de Roma en cuatro siglos”. Aun cuando se trataba de un repetido rito celebratorio, en este espacio no siempre se atestiguaron victorias, pues fue en febrero de 1848 que aconteció un momento funesto para Bernardo Couto, Miguel Atristain y Luis G. Cuevas, los políticos y diplomáticos encargados –por el lado de México– de consumar la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, colofón de la guerra de intervención estadounidense en la que se pactó la cesión de una gran parte del territorio mexicano en favor del gobierno invasor.
Pasada la mitad de aquel siglo, Santa Anna, investido de dictador, regresó ahí para restablecer la Orden de Guadalupe suspendida luego del fusilamiento de Iturbide… la cual volvió a ser suprimida tras el triunfo de la Revolución de Ayutla en 1855. El general Juan Álvarez, líder de esta rebelión que puso punto final al último gobierno santannista, así como el presidente Ignacio Comonfort, también tuvieron su peregrinación oficial a la Villa de Guadalupe en medio de una gran verbena.
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