¿Será que hubieron más accidentes al final del siglo que al principio, o más bien que, con la generalización del acceso a la ciudadanía, ahora cada quien se sentía libre de sentarse a redactar denuncias de los excesos de los transportes a caballo? Lo cierto es que, a lo largo del siglo XVIII, la velocidad de los vehículos fue aumentando de manera significativa.
El primer factor de inseguridad
Imagínense esa escena tantas veces vivida y descrita por los contemporáneos. Ustedes van caminando tranquilamente sobre la acera, en una calle angosta y concurrida: por aquí, el puesto de algún vendedor informal; por allá, los escombros de alguna obra en curso; más adelante, una forja al aire libre que obstruye el paso, y, por encima de su cabeza, el letrero de alguna taberna que obliga a los cocheros a realizar bandazos peligrosos. De repente, un cabriolé de casi setecientos kilos, jalado por dos enérgicos caballos pero sin sistema de frenado adecuado, llega a toda velocidad. Presionado por el dueño del vehículo, el cochero chasquea su látigo y grita: “¡Cuidado, cuidado!”. ¡Sálvese quien pueda! ¿Cómo escapar al bólido cuando no existen ni pretiles ni aceras?
En sus Escenas parisinas (Tableau de Paris, 1782-1788), Louis-Sébastien Mercier declara haber sido víctima de los coches homicidas en tres ocasiones. El autor anónimo de la Moción contra las carrozas ofrece cifras estremecedoras: más de trescientos muertos al año, fallecidos en el instante o a consecuencia de lesiones mortales, a los cuales habría que agregar los lisiados de todo tipo, amputados de algún miembro (mano, brazo, pierna), así como las miles de personas con cicatrices en la mejilla a causa de latigazos.
Los accidentes
¿Será que hubieron más accidentes al final del siglo que al principio, o más bien que, con la generalización del acceso a la ciudadanía, ahora cada quien se sentía libre de sentarse a redactar denuncias de los excesos de los transportes a caballo? Lo cierto es que, a lo largo del siglo XVIII, la velocidad de los vehículos fue aumentando de manera significativa.
La primera explicación es de orden técnico: más ligeros y manejables que las pesadas carrozas, nuevos coches aparecen en el mercado, capaces de alcanzar los treinta kilómetros por hora en los grandes bulevares. La segunda causa es urbanística: la multiplicación de las puertas cocheras, la alineación de las fachadas y la creación de los grandes bulevares y paseos permiten velocidades nunca alcanzadas antes en un medio urbano, a pesar de los límites establecidos por decretos policiales.
El coche no solo deja huellas físicas en los cuerpos humanos, también viene a transformar la apariencia de la ciudad de forma duradera. Tal proceso sigue hasta la fecha, al punto de que a los peatones se les prohíben ciertas vialidades –los anillos periféricos–, como las que bordean el río Sena, tema de muchas controversias hoy en día.
El precio de la vida
En el siglo XVIII la mayor parte de las víctimas de los coches eran niños jugando en la calle, ancianos poco ágiles, personas con disfunción auditiva o visual, portadores demasiado cargados y, de una manera general, cualquier peatón distraído o poco alerta.
En caso de accidente, testigos y comisarios tenían que establecer las responsabilidades. Si la víctima pasó por debajo de las grandes ruedas, tanto peor para ella; pero si había sido atropellada por las pequeñas ruedas delanteras, tenía derecho a exigir reparación. En muchos casos, los accidentes se resolvían de forma amistosa, a cambio de un poco de dinero (¿cuál habrá sido el valor de la pierna rota de algún pobre diablo?). Sin embargo, la mayor parte del tiempo, ni el cochero ni el dueño se dignaban a pararse y preferían huir. Esa enorme falta de humanidad es la que escandalizaba al autor del panfleto.
Hoy en día, en París el automóvil mata menos que a finales del siglo XVIII (una treintena de muertos por año), pero sigue causando lesiones, al creciente número de ciclistas en particular. Ahora se contempla más como un problema de salud pública, relacionado con las emisiones de partículas finas a raíz de cientos de cánceres de pulmón cada año en la capital, según los especialistas. ¿Será el coche eléctrico la solución?
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Arnaud Exbalin. Doctor en Historia por la Universidad de Aix-Marseille (Francia) e investigador del Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos y de la Casa de Velázquez de Madrid. Sus ejes de investigación son los mundos urbanos, el control y las regulaciones sociales, las castas y el mestizaje, así como las reformas policiales en el siglo XVIII en ciudades latinoamericanas. Sobre estos temas ha publicado diversos artículos y coordinó la recopilación Collection de documents pour comprendre les Amériques. Le Mexique (v. 1, 2013).
Una ciudad sin coches