El prestigio de Adolfo de la Huerta lo llevó a impartir clases a personajes afamados que por diferentes circunstancias se encontraban bloqueados en el arte de cantar. Entre ellos, el hijo del tenor Enrico Caruso. Muchos alumnos desconocían que ese simpático cantante que tenían como maestro participó en primera línea en la Revolución mexicana; a tal grado, que fue uno de los tres hombres del llamado grupo sonorense que llegó al poder.
No se recuerda el año exacto, pero corrían los últimos de la década de 1920. El actor, barítono y empresario español Andrés Perelló de Segurola recibió en su casa de Los Ángeles, California, EUA, al joven Enrico Caruso, que compartía nombre con su enorme padre, el más talentoso y esclarecido cantante de ópera de la primara década del siglo XX. Caruso hijo, que se había educado con su padre y con los mejores maestros del bel canto de Milán y Roma, llegó a la mencionada casa de Perelló devastado y decepcionado de sí mismo, cargando a cuestas lo que él consideraba una racha de fracasos como artista y cantante. Y es que tener como padre a un titán del canto operístico y pretender dedicarse a la misma disciplina no debe ser nada sencillo. Todo el tiempo lo comparaban y medían a la sombra del talento de su afamadísimo progenitor.
Andrés Perelló –alumno, íntimo amigo y socio de Enrico Caruso padre– escuchó con atención las desavenencias y sentimientos del joven Caruso –para entonces además huérfano– y trató de animarlo para que no perdiera las esperanzas en sí mismo y, como sucede en tales casos, remontara el camino en su carrera como tenor. Para ello le recomendó llevar su caso ante un profesional del arte del canto lírico; un cordial y talentoso maestro de la voz de origen mexicano que había ayudado al mismo Perelló a recuperar su voz en un momento de crisis física y creativa.
Entonces, al día siguiente, Caruso hijo y Andrés Perelló se encaminaron hacia la academia de canto del maestro y tenor mexicano, ubicada en el número 4803 de Hollywood Boulevard, a las faldas de la colina conocida como Monte Lee donde desde 1923 yace el monumental e icónico letrero publicitario con la palabra “Hollywood”. Afuera, un breve pero seguro rótulo anunciaba los servicios que ofrecía la academia: “Al que no cante, lo hago cantar; al que haya perdido la voz, se la hago recuperar; al barítono lo convierto en bajo, y al bajo en tenor”.
Caruso Jr. y Perelló empujaron la puerta de entrada de la academia y el tintineo de una campanilla anunció su llegada. Adentro, ya los esperaba el susodicho maestro mexicano y su esposa, la afamada e insigne pianista Clara Oriol. El encuentro fue muy cálido, casi familiar, pues resultaba que el maestro mexicano había sido alumno y cercanísimo amigo de Enrico Caruso padre. De hecho, él fue el responsable de que el tenor napolitano, también llamado “padre” de todos los tenores, visitara México en 1919 –dos años antes de su muerte– con una notable y exitosa gira de conciertos que duró poco más de un mes.
Un carpintero de la voz
Así pues, el joven Caruso y su nuevo y futuro maestro mexicano congeniaron de inmediato. Al instante, nuestro paisano lo agasajó con mil y una anécdotas curiosas y felices sobre su padre, particularmente aquellas relacionadas con su visita a México. El afable y generoso maestro, que a la sazón rayaba los cincuenta años de edad y tenía el aire y el talante propio de los genios, era un hombre sólidamente formado al que el bel canto no le guardaba ningún secreto, pero que se consideraba a sí mismo un simple “carpintero de la voz”. Además de todo eso –pese a que la mayoría de sus alumnos de canto lo ignoraban, incluido el novel Caruso–, había sido diputado, senador, gobernador, ministro y presidente de México. ¿Su nombre? Adolfo de la Huerta Marcor, a quien sus más íntimos amigos llamaban cariñosamente Fito.
Don Adolfo de la Huerta, que ocupó la presidencia de la República durante cinco escasos pero fructíferos meses –del 20 junio al 30 de noviembre de 1920–, era un justipreciado y notable hijo del estado de Sonora. Había nacido en 1881 en la bulliciosa y cosmopolita ciudad y puerto de Guaymas, cuna de presidentes de México, en el seno de una sensible y relajada familia de clase media que había sembrado en él una notable educación y sensibilidad musical. Desde muy pequeño, De la Huerta recibió clases particulares de piano y violín.
Cuando De la Huerta tuvo edad para entrar a la preparatoria, su familia lo envió a la Ciudad de México para que se matriculara en la Escuela Nacional Preparatoria en donde recibió una tenaz instrucción en lo que en la época se conocía como Teneduría de Libros, es decir: contabilidad. Y es que De la Huerta era muy bueno para los números. Paralelamente a sus estudios de contaduría, el nacido en Guaymas aprovechó su estancia en la capital del país para perfeccionar sus saberes musicales en piano y canto.
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“Un hombre que sabe cantar es un hombre que sabe pensar”