Todos merecemos un acapulcazo

Ricardo Lugo Viñas

Como se sabe, la Torre Latinoamericana se inauguró el 30 de abril de 1956 para celebrar los cincuenta años de la Compañía de Seguros La Latino Americana, y fue uno de los primeros edificios en el mundo diseñado para soportar infaustos sismos. El ingeniero Zeevaert trabajó en conjunto con el experto en estructuras Nathan M. Newmark, para crear un sistema antisísmico que le permitiera a la Torre “flotar” (como si se tratara de una nave en el Lago de Texcoco) en caso de un terremoto. Aquello se lograría mediante la cimentación de cajón de concreto y 361 pilotes anclados a 33 metros bajo tierra.

 

Como todos los días, Celia Alcántara cruza la puerta de entrada del rascacielos más alto de América Latina. Es un mediodía de julio de 1957. Saluda con aire familiar al personal que atiende en el lobby y, casi maquinalmente, llama al ascensor. Presiona el botón del piso 25. Trae consigo una discreta bolsa con comida. Ha venido a almorzar con su marido, que tiene su oficina en dicha planta. Podríamos decir que Celia se siente como en casa. Su esposo diseñó la cimentación y la estructura de esta imponente Torre y, desde que inició la construcción en 1948, prácticamente vive aquí. Se trata del ingeniero civil Leonardo Zeevaert Wiechers.

Al inaugurarse la Latino –hipocorístico para nuestro Empire State chilango–, el ingeniero Zeevaert instaló su oficina en el piso 25 (la Torre cuenta con 44 pisos, tres sótanos y mide casi 182 metros de altura hasta la antena). Más que oficina, parecía el laboratorio de un loco alquimista: precisos instrumentos de medición, aquí y allá, destinados a monitorear cada uno de los movimientos del coloso de vidrio.

El ingeniero Zeevaert era uno de los especialistas en mecánica de suelos más connotados del mundo; se había formado en la Escuela Nacional de Ingenieros de la UNAM, en el Instituto de Tecnología de Massachusetts y en la Universidad de Harvard, y deseaba, apasionada y dolorosamente, comprobar que su diseño antisísmico funcionaba tal como él lo había planeado.

Sin embargo, aquello comenzó a tornarse en obsesión. Zeevaert se atrincheró en su oficina. Su esposa, Cecilia, le llevaba a diario la comida. La mente y el corazón del ingeniero Zeevaert abrazaban un único deseo: estar presente en el momento preciso en el que se presentara un fuerte sismo, para poder estudiar la conducta de la Torre.

El jueves 25 de julio de 1957 (para entonces el ingeniero llevaba más de un año acuartelado en su despacho), los amigos de Zeevaert lo convencieron de tomarse un breve descanso para ir a la playa. “Para despejar la mente y respirar nuevos aires”. A regañadientes, el ingeniero aceptó la invitación y pasó aquel fin de semana en la ardorosa Bahía de Acapulco.

Entonces sucedió lo que están pensando. A las 2:40 de la madrugada del siguiente domingo (28 de julio), un fuerte sismo, de magnitud 7.9 con epicentro en las costas de Guerrero, azoló la cuenca del valle de México. “El Ángel” de la Columna de Independencia se desbarató toditita la crisma en el asfalto, fallecieron casi setecientas personas y hubo más de dos mil heridos. Por la mañana, al enterarse de los detalles, el ingeniero Zeevaert –en short, chanclas y mimosa en mano– se daba de topes.

Pero el destino siempre hace posible lo imposible. A las 7:30 de la mañana del 19 de septiembre de 1985, el más devastador sismo de la historia moderna golpeó con furia a la Ciudad de México, y el ingeniero Leonardo Zeevaert Wiechers estaba ahí, en su oficina del piso 25 de la impávida Latino.

 

Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #180 impresa o digital:

“Villa revolucionario y bandido. Más historia, menos leyenda”. Versión impresa.

“Villa revolucionario y bandido. Más historia, menos leyenda”. Versión digital.  

 

Recomendaciones del editor:

Si desea saber más sobre la vida cotidiana en México, dé clic en nuestra sección “Vida Cotidiana”.

 

Title Printed: 

Todos merecemos un acapulcazo