Rudos contra técnicos

Una pasión surgida en la década de 1930

Gerardo Díaz Flores

La lucha libre es más que el estado físico, las técnicas de golpeo, las llaves y contrallaves. El luchador se transforma en el ring. Es un personaje de acción en vivo, que, con el carisma suficiente, se vuelve una atracción. Cuando Salvador Lutteroth González creó la Empresa Mexicana de Lucha Libre en 1933, no solo brindó un espectáculo, sino que ayudó a crear leyendas del México contemporáneo. En principio, este empresario que también es el creador de la Arena México (véase Relatos e Historias en México, n. 123), contrató luchadores provenientes de Estados Unidos. Con el pasar de las combates y la popularización de este espectáculo, los mexicanos se aventuraron en la profesión y crearon sus propios movimientos –la picardía mexicana–.

De la tradicional lucha a ras de lona, se pasó a los increíbles lances aéreos; después comenzó la creación de las máscaras. También aparecieron los golpes bajos que escapaban de la atención del réferi e incluso las mordidas. Carcajadas, burlas, poses. No hay fecha exacta de su aparición, pero las características de unos y otros fueron cautivando al público, que a su vez tomó partido por la destreza o la maldad, por el técnico o el rudo.

La prensa deportiva se encargó de adjetivarlos y rivalizarlos, con lo cual el negocio de la lucha libre también se favoreció. En una esquina estaban los buenos, quienes eran deportivos y apegados a las reglas; eran los hombres admirados por ser capaces de dominar al adversario, pero no con la fuerza bruta, sino con complicados movimientos que simbolizaban la justicia. El ganar a la buena. En la otra esquina, han estado desde entonces los emisarios de la traición, de la fuerza bruta y las artimañas; aquellos que al buscar una silla y utilizarla para lastimar, no causan malestar sino risa y complicidad. Son ellos quienes aprovechan cualquier ventaja. Ganar como sea.

Los encuentros comenzaron a conmocionar al público y surgieron los primeros nombres característicos de un bando y otro: Dr. Muilkin, Héctor el Diablo López o el Charro Aguayo de quien se creó la fantástica –y falsa– historia de que luchó junto a Villa en la Revolución.

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