“El que come y canta, loco se levanta”, y siempre es posible –por increíble que parezca– “chiflar y comer pinole”. La música y el arte del comer son dos prácticas humanas, históricas y culturales que se remontan hasta las más lejanas etapas de la humanidad. El sonido del viento, el eco, el cantar de los animales, el gorjear de los pájaros, el choque del agua al romper las olas o los estruendosos sonidos de una tormenta son tan antiguos como el sentir hambre y la necesidad de buscar nuestra comida, satisfacer la sed y alimentarnos. Claro está que comer y oír son actos meramente biológicos. Pero cocinar y escuchar o hacer música son actos culturales que corren de forma paralela a la historia de la humanidad.
Muy pronto los seres humanos comenzaron a narrar una historia cultural de la comida y también una historia ancestral de la música. La primera rápidamente abandonó su carácter meramente nutricional para adentrarse en un mundo simbólico ligado a rituales, religiosidades y tradiciones. Lo mismo le sucedió a la música, que pronto dejó la burda intención de emular sonidos del medio natural o de alentar o arengar con gritos y silbidos, para desarrollar un sentido de lo sonoro, un lenguaje con intensiones simbólicas o festivas, memorísticas, narrativas, religiosas y hasta sexuales.
Buena música, buen provecho
A lo largo de la historia, estas dos manifestaciones culturales, cocina y música, se han mezclado y llevado muy bien. Una condición primigenia de la música es el ritmo, ligado a la dominación del tiempo; por su parte, la alimentación también cuenta con un pulso, ciclos vitales que también están ligados a los agrícolas (siembra y cosecha, nacimiento y muerte). Y nuestra historia no es la excepción, pues como dice el dicho: “la panza es primero”, y la música también:
La panza es primero
José Eliseo Díaz Bueno, Nayarit, 1977
[fragmento]
Le cantamos al amor,
al paisaje y a la vida,
olvidamos lo mejor,
me refiero a la comida.
[…]
No hay quien pueda resistir
una carne asada al gusto,
con su chile de albañil
y tortillas en su punto.
Si pasamos por Tepic,
un pescado zarandeado
es el mejor souvenir
que se llevan del estado.
[…]
El menudo es tradición;
si anduviste de parranda
te mejora la presión
aunque traigas taquicardia.
De modo que no es raro que ciertos géneros musicales le deban el nombre a una sensación o manifestación gastronómica, como los ritmos contemporáneos de la salsa, el jarabe o el merengue, y tampoco es raro que la gastronomía haya sido musa de la música y las canciones. Nada más hay que recordar el célebre grito de “¡azúcar!” característico de la cantante cubana Celia Cruz.
Para muchos de los pueblos antiguos de nuestro país la comida tenía una fuerte carga religiosa y se hablaba de ella con respeto: “el maíz es la carne de los dioses”. Como para los cristianos existe el pan de vida, para los indígenas la comida es sagrada, pero también tiene un momento para ser ofrenda que se celebra. Con la llegada de los españoles, tenemos registro de la cábula y el doble sentido que los criollos daban a los alimentos al ser motivo de juegos, como “el pan caliente”, así como de múltiples canciones.
Para el hambre hay canción dura
Pero si la comida ha estado presente en los derroteros de la humanidad, el hambre producto de las injusticias, la pobreza y las desigualdades sociales y económicas también ha sido cantada y denunciada, a veces con tristeza, otras con un toque de ironía y unas más en tono enérgico. Dice la investigadora Aline Desentis en su compilación El que come y canta. Cancionero gastronómico de México: “En un país pobre como el nuestro, el hambre y la carestía son cosa de todos los días y de todas las etapas de nuestra historia. Fuimos Colonia y hoy somos Tercer Mundo, la desigualdad, las guerras y las crisis económicas, sobre todo del siglo XX, han inspirado canciones de protesta, coplas que el reclamo social impregna de un fino veneno en contra de las autoridades. Aquí la comida brilla por su ausencia, ya sea porque no alcanza para comprarla, o bien porque no hay forma de producirla”. A continuación, un par de canciones emblemáticas al respecto:
Los frijoles de Anastasia
Chava Flores, 1985
[fragmento]
Un platito de frijoles
a cualquiera se le saca,
si no quieres estar flaca
p’s a como sea te los doy,
te los revuelvo en tu plato
y hasta te echo requesón;
tú les pones el culantro
y me das luego tu opinión.
[estribillo]
¡Caray, qué ricos frijoles!
S’acostaditos están,
son los acompletadores,
los acostumbro sin pan.
Con tortillitas y chile
me tuerzo los que me den,
si hay pulquito pa’l chilito
me “tuigo” en el terraplén.
Las penas con pan son menos
Claro está que la música es lenguaje, pero también es una práctica social, como lo es la comida. Música y cocina han representado en muchas ocasiones factores de cohesión social. También de identidad. Durante mucho tiempo, la música estuvo diseñada y pensada para departir y compartir; incluso era más cercana a la danza y los banquetes. Por ejemplo, la obra Danzas húngaras –compuesta entre 1858 y 1869–, del alemán Johannes Brahms, fue compuesta y concebida para ser interpretada en medio del barullo de una taberna, entre bebida y comida, carcajadas, platillos y llanto. Dicha pieza es solo un ejemplo en un mar sonoro de posibilidades.
Dicen que “las penas con pan son menos”, y con música aún menos. Se brinda y se canta por la amada o el amado en el “rincón de una cantina”, como diría José Alfredo Jiménez. También para olvidar y para celebrar. Sobran las canciones a la degustación alcohólica: al tequila, al pulque (algunas cercanas al culto casi religioso), así como las dedicadas a otro tipo de aficiones embrutecedoras; acaso La cucaracha podría ser de las más representativas.
Los Agachados
Severiano Briseño
[fragmento]
A comer pancita
con “Los Agachados”,
que vengo muy crudo hoy.
–De todo tengo, siñor.
La birria es suave,
muy bien calientita,
con su callito
sabroso y gordito,
su cebollita
muy bien picadita.
Chicharrón muy picosito
como a mí me va a gustar,
chayotitos muy tiernitos
en su mole de pipián,
romeritos calientitos
con tortas de camarón.
Nostalgia que se canta
Existen múltiples melodías que cantan el amor por el terruño y lo que se come allí. Nuestro país da cuenta, con muchísimas canciones, de su riqueza culinaria. Los llamados platillos regionales están presentes en infinidad de canciones, pues el placer por la comida se ha expresado maravillosamente en nuestra cultura por medio del lenguaje musical.
Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "¡Ritmo y Sabor!" del autor Ricardo Lugo Viñas, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 105.