Recuerdo de don Juan Antonio Ortega y Medina

Un español transterrado que se convirtió en un extraordinario historiador mexicano
Josefina Zoraida Vázquez

 

Ortega y Medina tradujo, del alemán, la obra Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, del barón Alexander von Humboldt.

 

En febrero de 1952 conocí a don Juan Ortega y Medina en el seminario de don Edmundo O’Gorman, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, por entonces en el recinto de Mascarones. En aquellos tiempos todo era pequeño: la ciudad, la Universidad, las ambiciones y las aspiraciones. No había becas ni apoyos, ni viajes internacionales, y estudiar historia no era atractivo como medio de vida.

Para sobrevivir y redactar su tesis doctoral, don Juan Ortega impartía clases en secundaria y era agente de una empresa de medicinas veterinarias. Parece que lo veo llegando puntual al seminario, cargando un pesado maletín, muerto de cansancio después de un día de trabajo. Era el primer seminario de O’Gorman, los viernes de 19:00 a 21:00 horas. Nos inscribimos tres estudiantes noveles, dos doctorandos y asistieron como oyentes maduros Arturo Arnaiz y Freg, Sergio Fernández, Clementina Díaz y Elisa Vargaslugo.

Don Juan se distinguía por su seriedad y conocimientos, todavía con la carga de la herida de la derrota republicana española, que lo había convertido en mexicano. Con su tradicional bonhomía, nos auxilió a los noveles y aclaraba las dudas que nos despertaba el mundo de las ideas al que nos introducía don Edmundo y nos instaba a hacer lecturas imprescindibles.

Desde el principio me acerqué a él e incluso frecuentó a mi familia, gracias a lo cual supe de su llegada a nuestro país, su destino inicial en Chiapas, en una hacienda cafetalera de un alemán que pudo calibrar su potencial y lo patrocinó para hacer estudios superiores en Ciudad de México. Así que volvió a la capital y se inscribió en la Normal Superior. Tuvo mala suerte, porque poco después, con la declaración de guerra al Eje en 1942, el gobierno mexicano ocupó bienes y fortuna del cafetalero y don Juan tuvo que ganarse la vida como pudo para seguir estudiando.

El mismo 1952, don Juan Ortega recibió su maestría y doctorado. Asistí a su brillante examen doctoral, calificado con un magna cum laude. El tema de su tesis fue uno que le rondaría a lo largo de su vida: El horizonte de la evangelización anglosajona en Norteamérica. Don Juan, como todos los discípulos tempranos de don Edmundo, tuvo que superar agresiones injustas, pero con el cambio a Ciudad Universitaria en 1954 y las reformas académicas logró un profesorado de tiempo completo que lo liberó para dedicarse plenamente a su vocación histórica.

La increíble multiplicación de estudiantes en Ciudad Universitaria hizo que Ortega empezara a apoyar a don Edmundo para corregir trabajos y exámenes, tarea a la que me incorporaría al empezar a dar clase en 1958. Una o dos veces al semestre, don Edmundo nos invitaba a comer a su casa en San Ángel para discutir trabajos y calificaciones, una experiencia inapreciable que me preparó para sustituir a don Edmundo en el curso de Historiografía en 1960, cuando tomó un sabático. Por su parte, don Juan empezó a publicar un Anuario de Historia, del que fui secretaria en los primeros números.

Hacia 1963 O’Gorman decidió concentrarse en su curso de Filosofía de la Historia y su seminario de lectura de textos, y don Juan empezó a dictar el de Historiografía General, junto al de Reforma y Contrarreforma, que le ganó el rumor de que era protestante. Era un maestro increíble: revisaba los trabajos de sus alumnos a consciencia y al margen los comentaba con su peculiar letra y en tinta café, e hizo el milagro de que los estudiantes leyeran autores clásicos. No conocí ningún otro profesor que se desvelara como él, pues amén de corregir errores de fondo, revisaba ortografía y sintaxis.

Dedicó su seminario a temas de historiografía mexicana y en uno de ellos, para facilitar la lectura, le hicimos un índice de nombres a los Documentos para la historia de la Independencia de México de Juan Hernández y Dávalos. Cuando se hizo un facsímil del libro, intenté rescatar ese índice, pero se había perdido a su muerte.

En el seminario que se dedicó a don Carlos María de Bustamante, atribuyó a este la acuñación de mitos y héroes de la Independencia, seguramente inspirado en los mitos de la resistencia española a la invasión napoleónica; así, la leyenda del Niño Artillero de Cuautla le parecía inspirada en la hazaña de Agustina de Aragón. En ese seminario me surgió la idea de seguir el uso de la historia en la educación para generar nacionalismo, tema de mi tesis doctoral, Nacionalismo y educación en México, que me dirigió Ortega.

Mis estudios de especialización en Historia de Estados Unidos en la Universidad de Harvard me acercaron a otros temas que le apasionaban: la comparación de la monarquía hispánica con el imperio inglés y sus colonizaciones, y la evangelización católica con el puritanismo y su herencia política, lo que nos llevaría a encargarnos del Centro de Estudios Angloamericanos fundado por Leopoldo Zea. Gracias a los contactos hechos en Harvard, el apoyo de la agregaduría cultural de la embajada de Estados Unidos, de Reino Unido, Canadá y Australia, obtuvimos libros, becas para estudiar inglés en el Instituto Mexicano-Norteamericano y para hacer posgrados en universidades estadounidenses y recibir a profesores visitantes. Por desgracia, prejuicios antinorteamericanos de una Guerra Fría trasnochada fueron causa de su clausura.

Don Juan trabajó temas descuidados y ofreció interpretaciones originales con “prosa antisolemne y dotada de buen ritmo narrativo”, como diría José Covarrubias; es decir, hizo honor a la historia como rama de la literatura. Se ocupó no solo de la historiografía mexicana, sino también de la angloamericana, la alemana y la soviética. Escribió libros sobre viajeros anglosajones y alemanes, de la reforma religiosa y la colonización inglesa, que veía como un conflicto anglo-español por el dominio oceánico.

Escribió para especialistas, pero también introducciones y manuales para la docencia. En Ensayos, tareas y estudios históricos (Universidad Veracruzana, 1962), trató de mostrar el “aparato didáctico a los estudiantes […] como ejemplo de estas tareas menores que todo historiador o profesor de historia está obligado a realizar: ensayos, notas, crónicas, anotaciones, prólogos, traducciones, críticas, resúmenes de lecturas, etc.” También tradujo del alemán y del inglés, con introducciones eruditas, libros como el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España del barón Alexander von Humboldt y la Conquista de México de William H. Prescott.

Entre sus temas entrañables estuvieron el conflicto anglo-español, la leyenda negra sobre la Conquista de México y, como buen malagueño, de vista al mar, el abandono de la vocación marinera española por la política de los Habsburgo, que la involucró en guerras estériles de potencia terrestre que la llevaron al desastre. El indigenismo vociferante lo hizo reflexionar sobre apreciaciones injustas de la Conquista, como el desconocimiento de las bondades que conllevó culturalmente. Con método impecable y empeño por comprender a los hombres detrás de los acontecimientos, enfrentó temas universales que contribuían a la autocomprensión de los mexicanos.

La nostalgia al escribir estas líneas casi me permite oír el taconeo por el pasillo que anunciaba su llegada al salón de clase: derecho, con garbo, vestido con sobria elegancia, serio, casi adusto, por cierta timidez de la que se desprendió al casar con Tere Bosque, quien le dio tanta felicidad. Lo definía su bondad, generosidad y lealtad a sus principios y a sus amigos. En 1976 fue el primer miembro de número nacionalizado en la Academia Mexicana de la Historia; la UNAM le concedió el emeritazgo en 1987 y el premio a la Docencia de Humanidades en 1990, año en que también obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Cuando presidí el Comité Mexicano de Ciencias Históricas le dedicamos una biobibliografía con un estudio de la Doctora Eugenia Meyer, como muestra de nuestra gratitud y cariño.