Ray Bradbury y Le Clézio en México

Extranjeros perdidos en México
Extranjeros perdidos en México

 

Del incienso de la iglesia de Taxco al camino blanco de Tixcacal

 

Algunas ciudades mexicanas han sido capaces de sacudir las imaginaciones de grandes escritores extranjeros. Aquí el caso de dos portentosos narradores: Ray Bradbury y Jean-Marie Gustave Le Clézio. El primero norteamericano, el segundo francés.

 

Ray Bradbury: cohetes de un antiguo México

 

William y Susan Travis, una pareja del año 2155, viajan al pasado gracias a los servicios de la empresa Viajes por el Tiempo S. A. Arriban a México en 1938. La primera noche de su llegada hubo “fuegos artificiales, estallidos, cosas que quizás deberían asustarte, porque te pueden recordar a otras más horrendas, pero estas eran hermosas, cohetes que ascendían en el antiguo y suave aire de México y estremecían las estrellas, deshaciéndolas en fragmentos azules y blancos. Todo estaba bien, todo era agradable; el aire era esa mezcla de muerte y vida, de lluvias y polvaredas, del incienso de la iglesia y el aroma metálico de las tubas que latían con el ritmo hondo de La paloma en el quiosco”.

Así comienza Ray Bradbury su relato “El zorro y el bosque”, incluido en su libro de cuentos El hombre ilustrado publicado en 1951. El icónico autor de ciencia ficción, terror y misterio, el maestro de las distopías, que nació en Illinois en 1920 y murió en Los Ángeles en 2012, autor de célebres libros como Crónicas marcianas o Fahrenheit 451, visitó en varias ocasiones nuestro país. En algunos de sus relatos aparecen constantes alusiones a México. Destacan “La carretera”, “La calavera de azúcar”, “Un perro viejo tirado en el polvo” o “El zorro y el bosque”. Este último, aunque nunca lo menciona, parece desarrollarse en la ciudad de Taxco que tanto quería: “La calle empedrada […] que bajaba y salía del pueblo, la carretera que llevaba a Acapulco y al mar, más allá de las pirámides y ruinas y de los pueblitos de adobe con paredes amarillas, azules, moradas y flamantes bugambilias”.

William y Susan –que en realidad se llaman Anne y Roger Kristen– vienen a esconderse en México. Están huyendo de un tiempo apocalíptico: “Nacimos en el año 2155 d. C. y vivimos en un mundo malvado, un mundo que era como una gran nave negra que se desprende de la costa de la cordura y la civilización, haciendo sonar su sirena en medio de la noche, llevándose a dos mil millones de personas a bordo, quieran ir o no, a la muerte, a caer por la orilla de la tierra y del mar a un infierno radioactivo de locura”. Pero huir no es tan sencillo, alguien del 2115 los está siguiendo con la orden de regresarlos a la era que les corresponde. Simms, el jefe de los Buscadores, ha descubierto a William en un café de la plaza central, quien se ha delatado porque no tiró de los pantalones al sentarse, “un gesto automático” en el México de 1938 y por el corte de pelo reciente de ambos.

La persecución y búsqueda crece hasta el delirio. La pareja se oculta, sospecha de todo y todos, ellos, que habían venido a México con el noble deseo de encontrar paz; de tener tiempo y tranquilidad para “sentarse en la plaza durante todo un día soleado de octubre, sin ninguna angustia o pensamiento, con el sol en la cara y los brazos, con los ojos cerrados, sonriéndole al calor, sin moverse. Únicamente dormir al calor del sol mexicano”.

Conforme el relato avanza la tensión crece; un asesinato; disparos. La última escena que Susan ve de esta ciudad es: “el verde del campo y el morado y el amarillo […] y el empedrado como río, un hombre montado en un burro que subía las colinas soleadas, un niño que tomaba Orange Crush (podía sentir el dulce líquido en su garganta) y un hombre con una guitarra bajo la fresca sombra de un árbol de la plaza”.

 

Le Clézio: el blanco camino de Texcacal

 

“El frío de la noche sube nuevamente a la tierra, desde las profundidades, endurece la meseta de caliza, aprieta las raíces de los árboles. Sopla el viento, un viento de desierto, el viento del Este cargado de peligro. Entonces los hombres están encerrados en sus casas, abrigados por sus techos de palma, envueltos en las hamacas de henequén. No esperan”.

De esta manera, el premio Nobel de Literatura 2008 e historiador Jean-Marie Gustave Le Clézio comienza su relato “Tixcacal”, contenido en su libro Tres ciudades santas. Los cuentos que en ahí se narran carecen de trama aparente y de personajes. Las ciudades son el personaje. Ciudades sensoriales, conectadas por un camino de arena blanca. El sacbé. El libro fue concebido a partir de una estancia que el autor hizo en la península de Yucatán entre 1979 y 1980. Le Clézio –originario de Niza, Francia– ha vivido en México en repetidas ocasiones. Su tesis para obtener el grado de doctor en Historia versa sobre un estudio de la Relación de Michoacán, atribuida a Gerónimo de Alcalá. Querido entre la comunidad intelectual mexicana, fue invitado por el célebre historiador Luis González y González a impartir clases en el Colegio de Michoacán. Y su amigo Carlos Montemayor hizo posible la publicación del libro que ahora nos ocupa, bajo el sello editorial de la UAM.

“El frío sube por las bocas de los pozos, respiración helada del interior de la tierra. Los murciélagos vuelan en la negra oscuridad y derrapan en las corrientes de aire, gritando. Es el principio de la noche, cuando el sol acaba de apagarse al oeste del país llano, y la sombra ha llegado de golpe a la tierra”. Le Clézio parece buscar esa evocación poética desaparecida de la cultura maya en los actuales caminos, en la vida cotidiana, en el clima, en los árboles, en la noche, en “los niños pequeños que están apretados contra su madre, envueltos en lienzos, o en los ancianos que se mecen en sus hamacas contemplando la noche”.

Para Le Clézio, Tixcacal –pequeñísimo pueblo cercano a Mérida– “es el centro de la conciencia en esta parte del mundo que los dioses, apartando la mirada, han abandonado a los hombres”. A diferencia de otros pueblos como “Valladolid, en Tizimin, en Felipe Carrillo Puerto, en Chetumal, en Puerto Juárez; la vida bestial y fea que ofende al poder de las cruces, los perjurios, la impiedad; todo lo que se repite día tras día, pero nunca llega el castigo”.

La filósofa española María Zambrano asegura que “una ciudad sin escritores queda vaciada de su esencia de ciudad y aparece como un complejo aglomerado, como algo que puede cambiarse, transmutarse o desaparecer sin que su vacío se note […]; es un templo vacío, una plaza sin centro, o quizá con el centro desplazado y puesto al margen”. Tanto Le Clézio como Bradbury hallaron en México la fabulosa posibilidad de explorar y ejercer la ciudad como espacio y mito literario.