Porfirio Barba Jacob, un testigo del golpe a Madero

Extranjeros perdidos en México
Ricardo Lugo Viñas

 

Lo interesante del relato de Barba Jacob es la inmediatez con la cual logró una prosa novelesca de un hecho prácticamente periodístico.

 

El 14 de enero de 1942 el poeta y periodista antioqueño Porfirio Barba Jacob murió a causa de tuberculosis en una habitación del ruinoso y prostibulario Hotel Sevilla, en Ciudad de México. Contaba con 58 años. Al día siguiente, la prensa nacional e internacional lamentó el deceso del que en su momento fuera considerado uno de los poetas más importantes de habla hispana –comparado con Rubén Darío– y un sólido y exitoso periodista, de los mejor pagados y ponderados colaboradores del periódico capitalino El Imparcial, que mucho tiempo pudo darse el lujo de vivir en el exclusivo Hotel Colón de la calle de Madero en el que solía visitarlo José Vasconcelos.

Poco antes de su muerte, Jacob concedería una entrevista –publicada en el periódico El Tiempo dos días después de su fallecimiento– al poeta jarocho Neftalí Beltrán. En ella recordaría su llegada a nuestro país: “He vagado por aquí y por allá… Llegué a México en 1907, sin dinero y como un campesino asustado. Recuerdo que me causó pavor la metrópoli, un miedo extraño. Fui entonces a vivir a Monterrey y allí me hice periodista. México es un país extraordinario, me gusta muchísimo, aunque claro, tengo siempre la nostalgia de Colombia”.

En Monterrey encontró amigos como el poeta y académico de la lengua Alfonso Junco, o el editor Ramón Treviño, quien además de invitarlo a colaborar en el diario El Espectador, le presentaría a la prestigiosa e influyente familia Reyes, cuyo padre, el general Bernardo, era en ese momento el gobernador del estado. Jacob tejió una sólida y cercana amistada con los Reyes, particularmente con el noveno de los hijos, Alfonso, que, aunque aún adolescente, ya era muy talentoso. Años después este recordará su encuentro en Monterrey con Jacob: “Nunca podré olvidar la sacudida eléctrica que recibí al acercarme a usted el primer día, ni podrá borrarse en mí la señal de nuestra amistad”.

El también escritor colombiano nacionalizado mexicano Fernando Vallejo, autor de La virgen de los sicarios o Mi hermano el alcalde, escribió una interesante novela biográfica intitulada Barba Jacob el mensajero. En la tarea de indagar datos vitales sobre el poeta antioqueño, Vallejo halló en una hemeroteca mexicana un folleto de menos de cien páginas, fechado en marzo de 1913, firmado por un tal licenciado Emigindio S. Paniagua, titulado El combate de la Ciudadela narrado por un extranjero. Se trata de un relato que raya en la ficción y el testimonio acerca de los diez días que conmovieron a México y que concluyeron con el derrocamiento y asesinato del presidente Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez, que la historiografía nacional ha llamado la Decena Trágica.

Aunque en la historia de la literatura quedaría registrado el nombre de Porfirio Barba Jacob, este se trataba de uno de los muchos pseudónimos que utilizó quien en realidad se llamaba Miguel Ángel Osorio Benítez, originario del pueblo de Santa Rosas de Osos, departamento de Antioquia, Colombia, que nació en agosto de 1883. A su llegada a México comenzó a firmar con el pseudónimo de Ricardo Arenas y con ese mote se ganó buena parte de su fama como escritor y periodista. Luego lo cambiaría por el de Porfirio Barba Jacob, que utilizaría hasta el final de sus días.

Vallejo sostiene que el “chileno” Emigdio S. Paniagua, supuesto autor de El combate de la Ciudadela narrado por un extranjero, es en realidad Porfirio Barba Jacob. Varias son las razones para tal afirmación. Primero, Emigdio era el nombre del abuelo de Barba y Paniagua un popular apellido colombiano. Otra prueba que aporta Vallejo es que en la prensa nacional del momento no existe ningún Emigdio S. Paniagua e incluso sugiere que es muy probable que el supuesto editor del folleto, Enrique P. González, también se trate de Jacob.

El combate de la Ciudadela narrado por un extranjero es un testimonio histórico y literario muy vívido que podría leerse como una novela. Tiene el carácter de esas grandes crónicas que nos sumergen al corazón de los acontecimientos. Narrado en primera persona por un abogado que ha llegado a nuestro país en plan de negocios y con la intención de matrimoniarse con la señorita Amparo Patiño: “Yo, Emigdio S. Paniagua, que escribo estas páginas acerca de los tremendos sucesos ocurridos en la Ciudad de los Palacios del 9 al 18 del pasado febrero, cuento a la sazón treinta dos años. Nací en el puerto de Valparaíso, República de Chile, de padre español y madre mexicana. […] hace cinco años que vine a la República de México, país que he llegado a amar con el más entrañable afecto”.

Jacob tenía buenos motivos para no firmar con su nombre El combate… Para empezar, su cercanía con la familia Reyes pues, aunque su autor afirma ser neutral en su narrativa “lo que he visto, y algo de lo que he oído, es lo que narro en este folleto”, es clara la postura que el protagonista tiene por la causa del general Bernardo y la animadversión hacia el “improvisado” gobierno de Madero. Por otra parte, Barba Jacob había participado en la redacción del Plan de la Soledad de 1911, en el que Bernardo Reyes se proclamaba candidato presidencial; también, en 1910 había sido encarcelado en Monterrey por sus publicaciones en contra de los enemigos del general Bernardo y en 1912, cuando el gobierno de Madero se acercó a El Imparcial con la intención de controlarlo, Jacob renunció silenciosamente pues sabía que era identificado por el régimen como un partidario de Reyes. Sin embargo, El combate… es un interesantísimo relato narrado por un hombre de a pie que vivió aquellos aciagos días de confusión, pólvora, traición, metrallas y paciones; escrito por la prodigiosa y sensible pluma de un particular testigo de momentos estelares de la historia de nuestro país.

Aunque no participó propiamente de ningún cenáculo literario, a Jacob siempre se le ha asociado con los modernistas y con los poetas malditos. Lo cierto es que trabó estrechas y fructíferas amistades literarias con los poetas mexicanos Enrique González Martínez, Carlos Pellicer, Ramón López Velarde, Gilberto Owen o Jaime Torres Bodet.

Su vida fue un peregrinar entre Cuba, Guatemala, El Salvador, Honduras y Costa Rica. Pero México fue fundamental y determinante para su obra y su visión del mundo. Colaboró en los más connotados periódicos y revistas de nuestro país y fue un pedestre gambusino de bares, cantinas y hoteles de mala muerte. Conocida fue su afición al alcohol, al consumo de mariguana, su abierta homosexualidad y su fe en el catolicismo. En el lecho de muerte le pidió a su amigo, el sacerdote, literato e historiador michoacano Gabriel Méndez Plancarte, que le tomara la confesión y le otorgara los últimos sacramentos en aquella críptica habitación del Hotel Sevilla.

El también apodado “príncipe de las tinieblas” o “el hombre que parecía un caballo”, como lo describió el poeta guatemalteco Rafael Arévalo, dejó libros como Elegías, Rosas negras, Parábolas del retorno y un sinnúmero de artículos en la prensa mexicana. Sus cenizas fueron retornadas a su natal Colombia en 1946 gracias a las gestiones de Carlos Pellicer, Gilberto Owen y Germán Arciniegas.