En México se dice que el maíz acompaña al individuo desde el nacimiento hasta la fosa, además de ser protagonista de innumerables ritos. Por ejemplo, algunos grupos mayas cortan sobre una mazorca el cordón umbilical de sus hijos y con los granos manchados de sangre siembran la primera milpa del recién nacido.
Historias regionales que son factibles de apreciar con la vista, el tacto, el olfato y el paladar, con solo atender, por ejemplo, a las hojas que, frescas, humedecidas, cocidas o soasadas, arropan a la inmensa gama de tamales, ya sean hojas de la planta del maíz o de su mazorca, sean verdes o secas (totomoxtli), u hojas de momo, mumu, acuyo o hierbasanta; plátano y platanillo, cutícula de maguey, carrizo, chaya, papatla, canak o camxóchitl… Al fin y al cabo que “Al que nace pa’ tamal, del cielo le caen las hojas”.
Más allá de la ácida contundencia del refrán, se trata de decenas de especies y nombres distintos de hojas, que difieren según la región, pero que comparten el envolver procesos ancestrales de recolección, y hasta historias centenarias de domesticación, por lo que no es de extrañar que varias de esas mixturas tengan como ingrediente al maíz, grano pleno de significados, como lo muestran, de modo rotundo, no pocas variedades de quesadillas, dobladas y empanadas, o, en modos más rebuscados (que a veces hasta los degustadores ignoran) platillos como los que en la península de Yucatán mezclan el achiote con el k’ool, una salsa hecha con granos de ese cereal, rememorando la sangre que corre en el envoltorio humano de carne; carne, a decir de los textos antiguos, formada primordialmente con maíz. Hombres de maíz, cuya sangre, a decir de varios pueblos mayas, se forma del pozol y el atole, mientras que tortillas y tamales se transmutan en carne. No en balde en los textos coloniales mayas se denomina al maíz, en castellano, “divina gracia”.
En efecto, recordemos, el divino maíz va más allá y se apersona en un amplio universo de mitos, que pueden remontarse hasta la creación misma, y son incluso capaces de plasmarse en el atavío, como lo muestran ciertos huipiles mayas de Chiapas y Guatemala, donde a más de su imagen, figuran los ciclos del crecimiento de la planta. Auténticos textos-textiles, a modo de hilos que se imbrican para tejer historias que podrá leer quien conozca el alfabeto de un huipil. Maíz que es también capaz de perpetuarse a través de numerosos ritos que celosamente guardan los “tradicionalistas” de varios pueblos originarios, y primordiales, que todavía conceptúan al cereal como sustento del hombre, formador de su carne y artífice de sus huesos, a la vez que guardián del espíritu (por algo los tseltales de Bachajón, Chiapas, que respeten la tradición, continúan dejando junto a un pequeño una mazorca para evitar que algún ser maligno le robe el aliento vital).
Tal y como lo era ya en la época prehispánica, el maíz es una auténtica manifestación divina (hierofanía) con la que se daba y se da una relación mística; que acompaña al individuo desde el nacimiento hasta la fosa, pues sobre una mazorca siguen algunos grupos mayas cortando el cordón umbilical de sus hijos (con los granos manchados de sangre se sembrará la primera milpa del niño), mientras que otros depositan en la boca de sus muertos granos o bebidas hechas del precioso cereal, sin faltar quienes coloquen en el regazo de una madre muerta una mazorca de maíz por cada hijo que deje, para que no los extrañe y decida volver por ellos...
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