Los usos políticos de la pobreza en el siglo XIX

Javier Torres Medina

Del desprecio a la multitud de marginados de la Ciudad de México, a los que retrataban con el cuchillo en una mano y la botella en la otra, a su uso en los choques violentos de las contiendas electorales.

 

La litografía del Lépero, de Claudio Linati, realizada en 1827, en la otrora muy Noble y muy Leal ciudad de México, la acompaña con esta descripción, de un tipo popular en las calles al comenzar nuestra vida independiente: “Sobre los restos de una sociedad degradada, [el lépero] vive en medio de una ciudad populosa casi en estado de naturaleza. Carece de camisa y de calzado; un pedazo de cuero y una manta de lana forman su atavío. Este mismo cobijo se convierte en su cama durante la noche, y la entrada de una puerta cochera o los escalones de una iglesia le sirven de recámara. Situado durante el día en la esquina de una calle, una encomienda que cumplir, un paquete que entregar le bastan para procurarse el más frugal de los refrigerios: media docena de tortillas de maíz, rociadas de chile, son su alimento, el agua de la fuente su bebida. Un cielo puro constantemente templado le ahorra la necesidad de otros ropajes. Vive al día sin ocuparse del mañana, una vez que ha ganado con que pasar las veinticuatro horas, acostado en el lugar que le sirve de yacija, un ligero sueño suspende sus facultades, hasta que una nueva aurora, renovando sus necesidades, lo obliga a buscar nuevos medios de satisfacerlas”.

Gran parte de la población de la ciudad vivía en condiciones miserables cuando la capital tenía entre 150 mil habitantes en 1824 y casi 200 mil en 1860. Ya no era la ciudad más poblada de América, y en 1839 Londres tenía 1,400,000 habitantes y París, 890,000. La mayoría de los centros urbanos tenía grandes cantidades de gente en las calles que era estigmatizada como “clases peligrosas”, no solo porque se les consideraba proclives a la violencia y a la criminalidad, sino porque alteraban el orden y violentaban las “buenas costumbres”.

En esta época el concepto de pobreza en México no sólo tenía una connotación socioeconómica, sino también asociado al fenotipo. La “raza” y la etnia eran definitorias de la posición social. En las descripciones de la época, el pobre nacía pobre y nunca dejaría de serlo, incluso se consideraba como algo “natural” y su comportamiento, hábitos y costumbres estaban predeterminados por su herencia. Una percepción de la época era que a los pobres no les gustaba trabajar, que eran proclives a la ociosidad y a la pereza y, en fin, que eran pobres porque “querían”.

Esa idea era compartida por el comandante del resguardo de rentas unidas de México, Miguel María Azcárate, que escribió en un informe: “Esta miseria es encarnada de la ociosidad, originada por la falta de amor al trabajo, de ocupaciones constantes, útiles y honestas, sin las cuales no podrá contenerse la corrupción en las costumbres del pueblo, el que día a día se irá enajenando de ella, sin que para contenerlo sea suficiente la vigilancia de los gobernantes”.

Los extranjeros vieron una ciudad de desharrapados y harapientos

El calificativo de lépero era confuso y muchas veces se usaba indistintamente para designar a todo aquel que estuviera en la calle “sin oficio ni beneficio”, pero es conveniente aclarar las diferencias que existían entre las demás clases depauperadas, que aunque estuvieran en situación de calle, no eran lo mismo.

Los léperos y vagos en las calles a veces parecían “invisibles” a los ojos de los habitantes de la ciudad de México, pero no así para los extranjeros que nos visitaban y que dejaban descripciones detalladas de sus características. El diplomático inglés Henry Ward los describió así: “Con mucho, la parte más desagradable de México, a fines de 1823, era su población de léperos (lazzaroni), que convertían los suburbios en una escena de miseria y suciedad. Veinte mil de tales léperos infestaban las calles en ese tiempo, exhibiendo una imagen de infortunio que no pueden reflejar fielmente las palabras. La extraordinaria fealdad de los indígenas, particularmente de los entrados en años, resalta aún más por la repugnante combinación de suciedad y harapos. No llevaba vestido alguno: una cobija llena de agujeros para el hombre y unas enaguas andrajosas para la mujer, constituían todo el atuendo; y el aspecto de sus personas, como consecuencia natural de la escasez de vestimenta, era realmente intolerable para un extraño”.

El viajero alemán Carl Sartorius nos ofrece incluso descripciones del carácter del lépero: “eluden la molestia de trabajar”, además siempre estaban de muy buen humor “y prestos a cantar y a bailar. Su posesión más valiosa es su ‘frazada’, un burdo cobertor rayado que le sirve también para protegerse de las puñaladas y golpes y es, a la vez, su colchón y su cobija, por la noche, y su atavío de lujo para la iglesia y el mercado”.

En los años cuarenta del siglo XIX, Madame Calderón de la Barca, esposa del primer embajador español, escribió en su célebre libro La vida en México que: “La iglesia estaba llena de gente del lugar, pero especialmente de léperos, que pasaban las cuentas del rosario, y que de improviso, en la mitad de una Ave María Purísima, comenzaban a rebullirse, ellos y sus andrajos, y atravesándose en nuestro camino, nos acosaban con un Por el amor de la santísima Virgen; más si esto no fuere suficiente, recurren entonces a vuestras simpatías personales […] y un sentimiento, mezcla de piedad y de superstición, hace que la mayor parte de la gente, las mujeres, cuando menos, echen mano a la bolsa”. Y en los años sesenta, Paula Kollonitz, dama de compañía de la emperatriz Carlota, describió de una manera similar, aunque sin un dejo de asombro, al indio y al lépero: “entre otras cosas maravillosas, lo más maravilloso de todo son ellos mismos con su vestido adamítico y su descarnada figura. Se ciñen en torno a la cintura un pedazo de piel que hace las veces de pantalones, una tela de algodón les cubre la espalda y el pecho y por allí sacan la cabeza”.

Sin embargo, había diferencias entre estos marginados definidos genéricamente como “plebe ínfima”, que habitaban los barrios del arrabal, en “vecindades” de palafreneros, caballerangos, criados y demás gente del pueblo.

El lépero se diferenciaba de los trabajadores pobres, de sirvientes, cargadores, aguadores, mecapaleros, vendedores callejeros y “regatones” que eran considerados pobres pero trabajadores. Asimismo, entre el indígena y el lépero también había algunas diferencias. El lépero era el mestizo urbano, hablaba español y no necesariamente era indígena agricultor o dedicado a la vendimia callejera, aunque físicamente eran parecidos y abundaban léperos todavía con maxtle o taparrabos. El indio generalmente tenía un oficio: era vendedor callejero, mecapalero, aguador y era el “pelado”, que hoy tiene otra connotación, pero en ese entonces se les decía así precisamente por su corte de pelo.

Por otra parte, el “vago” era una presencia en la calle que suscitaba molestias porque se dedicaban al juego, a los albures y a estar de “malentretenido”. Sin embargo, muchos de los vagos de la ciudad de México eran producto del desempleo. Artesanos y ayudantes de talleres que al quedarse sin trabajo se convertían en vagos que era una situación condenable y punible. Continuamente eran acosados por las autoridades, sometidos al encierro carcelario y llevado a la leva; incluso por su situación, se les quitaron sus derechos ciudadanos. Para resolver el “problema” de la vagancia se creó una interesante y peculiar institución llamada Tribunal de Vagos que funcionó desde 1828.

De hecho, el lépero no era un vago, en sentido estricto, aunque estaba en la calle realizaba una actividad; su “trabajo” era dedicarse a la mendicidad. Conformaban una verdadera “corte de los milagros”: ciegos, jorobados y cojos que, con una plegaria en la boca y la mano extendida, como el “Periquillo Sarniento”, habían aprendido el oficio de mendigo. Por lo tanto, no eran molestados por los gendarmes ya que su existencia era necesaria e imprescindible para “redimir almas”, para que la bondad aflorara en las personas que expiaban sus malas conciencias y uno que otro pecadillo. Para eso estaban estos seres menesterosos, desarrapados y muertos de hambre, su existencia era necesaria.

 

Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #171 impresa o digital:

“Juan Diego y las apariciones de la Virgen”. Versión impresa.

“Juan Diego y las apariciones de la Virgen”. Versión digital.

 

Recomendaciones del editor:

Si desea saber más sobre historias de la vida en Nueva España, dé clic en nuestra sección “Vida Novohispana”.

 

Title Printed: 

Los usos políticos de la pobreza en el siglo XIX