Pocas veces en la historia, la vida de Ciudad de México se ha visto tan severamente amenazada como en los aciagos días de julio de 1840, cuando se desató una verdadera “trecena trágica”, desencadenada por el pronunciamiento a favor del federalismo encabezado por don Valentín Gómez Farías y el general José Urrea
De crisis en crisis
Vale la pena recordar aquí que, si bien el país había comenzado su vida independiente con el establecimiento de un imperio encabezado por Agustín de Iturbide, fue en 1824 cuando, una vez destronado el emperador, se decretó la república federal como forma de gobierno, encabezada en primer término por Guadalupe Victoria, primer presidente de México. Sin embargo, no fueron pocos los que desde entonces se opusieron a este régimen, aduciendo que “separaba en vez de unir” a las provincias que se habían mantenido bajo un gobierno central durante la época virreinal.
De hecho, la agitada vida de este país durante los primeros años después de su independencia provocó una serie de rupturas internas y desembocó en el establecimiento del centralismo, mismo que quedó entronizado en 1836 con la proclamación de las Siete Leyes Constitucionales, cuya entrada en vigor ocasionó nada menos que la separación de Texas del territorio nacional. Los habitantes de dicha provincia, en su mayoría colonos estadounidenses establecidos en aquellas tierras desde el gobierno de Iturbide, pretextaron sentirse abandonados por el centro para proclamar su independencia.
Además, con esa Constitución centralista aprobada por el Congreso general, desapareció el Distrito Federal. De acuerdo con los artículos 1º y 2º de la sexta ley, a partir de ese momento el territorio nacional quedaba dividido en departamentos. El de México, entonces, se conformó por los anteriores estados de México y Tlaxcala y lo que había sido el Distrito Federal, teniendo por capital a Ciudad de México. De acuerdo con el artículo 4º de la citada ley, cada departamento sería regido por un gobernador nombrado por el presidente y estaría sujeto a éste. Los departamentos se dividieron en distritos; éstos, a su vez, en partidos que sustituyeron a los ayuntamientos.
La guerra para evitar la separación de las enormes tierras texanas fue cruenta y estuvo encabezada por el propio general presidente: don Antonio López de Santa Anna, quien desde aquel tiempo cobró fama como organizador de ejércitos que tenían como base soldados hambrientos y sin paga.
A pesar de haber ganado la primera batalla en El Álamo, la derrota del ejército mexicano fue total y la separación se consumó cuando Santa Anna, que había sido capturado por los texanos, firmó los Tratados de Velasco.
Dos años después, la llamada Guerra de los Pasteles colocó a México frente a un nuevo problema internacional. Los franceses ocuparon Veracruz con la intención de cobrar una antigua deuda, producto de una larga serie de reclamaciones de súbditos franceses que habían hecho préstamos al gobierno mexicano –entre ellos un pastelero–. Santa Anna, que no era presidente en ese momento, tomó cartas en el asunto colocándose al frente del ejército defensor de las instituciones nacionales y decidió atacar los barcos invasores atracados en el puerto.
Los franceses derrotaron a los mexicanos, obligándolos a pactar el pago de una deuda que en su gran mayoría era ficticia. En esa batalla Santa Anna perdió una pierna, por lo que de inmediato fue considerado el héroe de esa acción militar.
La revuelta federalista
Ante situación tan confusa, arreciaron en el país las manifestaciones en favor del restablecimiento del federalismo. El presidente Anastasio Bustamante, que ya estaba en funciones durante la Guerra de los Pasteles, se multiplicaba para ir en persona a combatirlas, hasta que en 1840, el general Urrea, con Gómez Farías como compañero de armas, organizó una revolución en plena Ciudad de México. Tomaron Palacio Nacional y el presidente –que en extrañas circunstancias logró zafarse de sus captores que lo habían sorprendido en sus aposentos dentro de Palacio– se refugió en el convento de San Agustín. Durante trece días, la capital se convirtió en campo de batalla hasta que, finalmente, los rebeldes fueron sometidos por las fuerzas del general Gabriel Valencia, comandante de la plaza, y por Juan N. Almonte, ministro de Guerra.
Durante esos días, la Ciudad de México se vio envuelta en continuos bombardeos entre las fuerzas del gobierno, acuarteladas en San Agustín y en la Ciudadela, al mando del general Valencia, y las de los “levantados” que, reunidas en su mayoría en Palacio, habían colocado baterías en una torre de Santo Domingo y posteriormente en el de Santa Catarina y otros templos.
La zozobra vivida por los habitantes quedó de manifiesto en varios testimonios, entre los que destacan los de la marquesa Calderón de la Barca, cuya obra La vida en México compila las cartas que escribiera a sus parientes ingleses durante su estancia de dos años en este país como esposa del primer ministro español en México y el Diario histórico de Carlos María de Bustamante, además de las crónicas aparecidas en El Cosmopolita, que se publicó diariamente contra viento y marea.
Caos y desconcierto
En todos los casos, los relatos dan cuenta de la paralización casi total de la vida cotidiana: “cerraron las tiendas, no hay pan, los faroles no funcionan y reina una completa oscuridad por las noches, no hay patrullas que cuiden el orden, se vive a merced de los asaltantes, los templos no tocan sus campanas, más que cuando las torres son tomadas por alguno de los grupos en pugna, la basura inunda las calles porque nadie la recoge, los muertos son trasladados en carretones hacia los cementerios en tanto que los militares de alto rango que han sido víctimas de las balas del gobierno dentro de Palacio han sido sepultados ahí mismo y los cadáveres de la tropa, arrojados en una atarjea que mira a la Acequia [hoy Corregidora]”.
Durante esos días tan terriblemente ajetreados, la cotidianeidad se centraba en tratar de sobrevivir sin salir de casa y conseguir los víveres más indispensables, aunque se encontraran a precios exorbitantes. Cuenta Bustamante que en la calle de San Francisco (hoy Madero) se conseguía “un chochocol de agua” por un peso, lo que constituía una barbaridad, habida cuenta que se trataba de una vasija de regular tamaño que poco líquido podría contener.
La marquesa Calderón de la Barca comenta que, a pesar de vivir por el rumbo de San Cosme, muchas fueron las bombas que llegaron hasta allá, producto sin duda de alguna bala mal dirigida, y que los vecinos buscaron asilo en su casa, a pesar de tener los vidrios rotos por las continuas detonaciones.
Dado lo desesperado de la situación, gran cantidad de familias abandonaron la capital y buscaron refugio en Tacubaya, Azcapotzalco o en la villa de Guadalupe. Aunque no hubiera donde hospedarse, hasta allá no las alcanzaban las balas. “La gente duerme sobre petates, muy contentos de hallarse a resguardo, y les importan muy poco las molestias que están sufriendo”, narra la marquesa.
El fin de la rebelión
Conforme los días transcurrieron, los pronunciados fueron estableciendo baterías en diferentes puntos que las tropas del gobierno atacaban sin cesar. La ciudad quedó dividida debido a las barricadas que los soldados colocaron por diferentes sitios. Son famosas las litografías que muestran las improvisadas barreras afuera del templo de San Agustín, en la esquina que hoy forman las calles de República de Uruguay e Isabel la Católica, o las que se colocaron frente al templo de la Profesa. “Las calles continúan bloqueadas con cañones, las azoteas de las casas y las iglesias repletas de tropas, las tiendas siguen cerradas y la ciudad desierta”, cuenta la señora Calderón de la Barca en una de sus cartas.
Imposible que en una situación así la vida pudiera seguir su curso. Las tropas del gobierno lograron imponerse sobre los federalistas que –como cuentan las crónicas– se habían dedicado a armar a los léperos ante la cada vez mayor mortandad de sus tropas, por lo que se decidió hacer un pacto que, al tiempo que terminara con la revuelta, permitiera que la ciudad retomara su vida y se diera paso a la reconstrucción de los múltiples edificios dañados. Dado que desde el 22 de julio la capital se encontraba formalmente en estado de sitio, la situación ya no podía esperar más, por lo que el día 27 se firmó la capitulación de los sublevados.
Vale la pena aclarar que los federalistas se rindieron bajo unas condiciones que en todo les favorecían, en virtud de que el gobierno se comprometía a garantizar sus vidas y olvidar lo ocurrido; es decir, no serían sometidos a ningún juicio, a pesar de haberse rebelado contra el gobierno; se les facilitarían pasaportes para salir del país en el momento que lo solicitaran; se les daría libertad a sus tropas para situarse fuera de la ciudad y, más aún, el general Valencia ofrecía “interponer su influjo con el Gobierno General para que se pida a la Cámara, se proceda a las reformas de la Constitución” y, por último, se comprometía “por su honor ante el mundo entero a hacer valer que este convenio sea fielmente cumplido en todas sus partes”. Después de una capitulación así, el gobierno de Bustamante no salía precisamente fortalecido.
Si quieres saber más, busca el artículo "La vida en Ciudad de México durante la revolución de 1840" de la autora Guadalupe Lozada León se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 121. Cómprala aquí.