En plena lucha por la independencia, tras la batalla del cerro del Calvario, el ejército realista ejecutó a más de sesenta personas, muchas de ellas civiles, en un hecho que marcó para siempre a los pobladores de Toluca; sin embargo, hoy está casi en el olvido.
Los insurgentes apostaban por el triunfo en Toluca, pues esto significaba el cierre del paso a los realistas en su avance hacia Zitácuaro, donde se aposentaba la Suprema Junta Americana. La noche del 7 de octubre llegaron a la ciudad. El contingente era enorme e incluía guerrillas indígenas de Tenango y de pueblos cercanos y barrios de Toluca. Todos estaban al mando del brigadier Oviedo, a quien acompañaban Cristóbal Cruz Manjarrez, Juan Albarrán, Marcelino Rosales y los apellidados Montes de Oca, Garduño y Carmonal, además de “varios frailes”.
Las numerosas tropas insurgentes de infantería y caballería, así como un cuerpo de artilleros, tomaron posesión de los cerros cercanos que rodean a Toluca: San Miguel, Zopilocalco, Calvario, Coatepec, Cóporo, San Luis Obispo, San Juan Evangelista y Huitzila. Intentarían poner un cerco a los realistas y desatar un ataque envolvente que los dividiera y debilitara sus defensas, para luego inutilizar o capturar sus piezas de artillería y obligarlos a gastar sus municiones.
Por su parte, el brigadier Porlier instrumentó un plan de ataque (enviado el 28 de octubre siguiente al virrey Francisco Xavier Venegas) consistente en levantar cortaduras y parapetos en los principales puntos de riesgo de ataque, especialmente los que conectaban con calles céntricas. Se trataba de evitar a toda costa el avance insurgente a través de fortalezas inexpugnables. Como la ofensiva vendría de diferentes direcciones, se instalaron cortaduras al oriente, poniente, norte y sur. El cerro del Calvario, en esta última zona, parecía que iba ser usado como plataforma de ataque por los insurgentes, de arriba hacia abajo por una pendiente que daba acceso a viejas calles y callejones.
Del 14 de octubre hasta el 18 no hubo tregua entre ambos bandos. Al parecer el ataque empezó en la cortadura del cerro de Coatepec, al poniente, donde los españoles perdieron tres cañones “reventados”, hecho que minó su defensa de manera importante. Los insurgentes lanzaron fuertes ataques con fusiles, lanzas y grandes piedras a los diferentes parapetos puestos por Porlier.
En cuatro días de lucha, los españoles defendieron como pudieron sus posiciones iniciales, pero los atacantes incursionaban por diferentes puntos y causaban grandes estragos en casas, el cementerio, la Plaza Mayor y otros sitios. Los realistas tuvieron que retroceder y concentrarse en la defensa del cerro del Calvario, por donde la fuerza enemiga trataba de entrar al centro de la ciudad. Porlier, acorralado, con escaso poder de ataque y pocas municiones, solicitó refuerzos urgentes al virrey Venegas y le manifestó la posible pérdida de la plaza si no llegaban las tropas.
Los insurgentes lanzaron frecuentes ataques con toros y reses bravas que causaban pánico o confusiones entre los defensores, pues deshacían las formaciones de las filas. Los aliados indígenas se mantenían en la línea de fuego apoyando la ofensiva. Entonces se llegó a un punto en que los españoles civiles y eclesiásticos exigieron a Porlier poner fin al sitio.
La derrota y los muertos
Al quinto día (18 de octubre), el brigadier realista se presentó en el cerro del Calvario y distribuyó su infantería en guerrillas, como una táctica contrainsurgente, con la caballería a derecha e izquierda y ambas protegidas por la artillería. Ese mismo día llegaron los refuerzos: una columna comandada por el capitán Joaquín María de la Cueva, conocido como el Ronco y quien tenía formación náutica y militar. Esto decidió la derrota insurgente.
Las tropas de refuerzo se dirigieron al cerro del Calvario. Iban al mando del capitán De la Cueva doscientos infantes, 160 dragones y un par de cañones de grueso calibre. La feroz acometida hizo estragos en las filas insurgentes, prácticamente exhaustos tras cinco días de intensos combates, de manera que la defensa no duró mucho; con su característica soberbia, Porlier informó que solo “tres minutos”.
El ejército de Oviedo fue casi desbaratado y puesto en fuga hacia el sur, hacia Tenancingo y Tecualoya (Villa Guerrero). Los guerrilleros indígenas se habían dispersado por los cerros, mientras que los vencedores se hacían del botín: siete cañones, caballos, toros, municiones y otros objetos regados en el campo de batalla. El párroco de Toluca dio cristiana sepultura a los 282 muertos de la batalla del Calvario, aunque quizá hubo otros que quedaron dispersos en los cerros. Las bajas de los realistas, según Porlier, fueron de dos muertos y veintitrés heridos en su división, así como un muerto y ocho heridos en la de De la Cueva.
Después vendría la masacre de los más de sesenta indígenas. Si bien Porlier no informó de ello a sus superiores, lo cual suscitó dudas sobre su veracidad, el hecho ha estado presente en el imaginario de los toluqueños, primero por tradición oral y hoy como un hecho documentado. La topografía de la memoria también ha contribuido a la permanencia de este trágico acontecimiento histórico, pues varios puntos clave de Toluca fueron rebautizados: el cerro del Calvario como el de Oviedo, la Plaza Mayor como de los Mártires, y la calle por donde los prisioneros fueron bajados del Calvario ahora se llama Callejón de Víctimas.
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