La revolución del níquel

Gerardo Díaz

Durante la presidencia de Manuel González (1880–1884) se acuñaron en México monedas de uno, dos y cinco centavos. La novedad de estas fue el metal usado para su fabricación: el níquel.

 

Un pueblo acostumbrado a la plata, el oro e incluso el cobre como metal de cambio fue reticente al principio, pero las novedosas, ligeras y prácticas monedas comenzaron a circular rápidamente de mano en mano en los más variopintos negocios, para beneplácito del gobierno.

En principio, el emisor de moneda debe equilibrar el circulante con lo que respaldara efectivamente su valor. Pero las deudas eran varias y la moneda de fabricación tan barata se disparó en algún momento. ¡Puños, bolsas, cajas! Las moneditas se encontraban por todos lados y en cantidades ridículamente grandes. Las transacciones con ellas cambiaron de menudeo a mayoreo y en poco tiempo se depreció su valor.

Un acérrimo crítico de Manuel González fue Salvador Quevedo y Zubieta, quien al respecto indicó que “el gobierno quedaba reducido al ingrato papel de comerciante idiota que se divirtiese en arruinarse a sí mismo”. Pero no se trató de ningún chiste para el resto de los ciudadanos. Las panaderías vendían pan por plata y pan por níquel. El primero de perfectas condiciones, el segundo crudo o quemado.

“Solo en plata se vende”, comenzaron a indicar los comerciantes. “¡Nos roban nuestra plata!”, decían otros más que analizaban la conspiración para desaparecer el metal nacional y favorecer uno extranjero. El gobierno se encontraba al borde de una revuelta popular. Entonces el presidente y legisladores actuaron. Así, se limitó el tope de las transacciones con el nuevo metálico, pero era tarde. El ciudadano solo pensaba en deshacerse de ellas.

El 21 de diciembre de 1883 la desesperación llegó a su clímax. En los mercados se lanzaron piedras para que los comerciantes las aceptaran. ¡Muera el níquel! Se comenzó a gritar. ¿El culpable? En Palacio Nacional desde luego, y hacia allá se dirigió la turba.

Manuel González, el monedero mayor del níquel, como le llamó Quevedo y Zubieta, apareció sobre un coche. La multitud se abalanzó sobre él. Su guardia quedó rebasada. Recibió una primera lluvia de níquel. La segunda se avecinaba y probablemente con piedras incluidas. Con todo, el presidente mostró coraje. Apeándose, los enfrentó. De acuerdo con Quevedo y Zubieta, solo balbuceó, incapaz de articular frase alguna. Aunque es poco probable que una turba se tranquilice con eso. Al poco tiempo dio media vuelta y se dirigió a Palacio. Las personas a su quehacer.

Al día siguiente se comenzó a retirar la moneda. Ya nadie quiso saber de ella. Borrón y cuenta nueva. La revolución del níquel había terminado.

 

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