A partir del siglo XVI se amplió la popularidad de La Verónica y sus múltiples representaciones artísticas y pasionarias, algunas de las cuales llegan hasta nuestros días. En la Ciudad de México, por ejemplo, se le escenifica en la representación de Iztapalapa cada Semana Santa.
Es por todos conocida la escena de la Pasión de Cristo en la que una joven limpia el rostro de Jesús con un pañuelo, quedando impresa en él la imagen sangrante y sudorosa del hombre Dios que se dirige a su crucifixión en el monte Calvario. Esta escena no aparece mencionada en ninguno de los evangelios canónicos o apócrifos, pero desde el siglo XIII comenzó a ser difundida en la cristiandad latina, donde dicha mujer se conoció como “La Verónica”.
En realidad, su nombre derivaba de las palabras traducidas del griego Vero Ikono, las cuales hacían referencia al verdadero retrato o imagen de Cristo y cuyo origen se encontraba en Oriente. La leyenda sobre una tela en la que se plasmó el rostro de Cristo había nacido en la ciudad siria de Edesa, donde se veneraba dicha reliquia, mencionada por primera vez alrededor del siglo VII de nuestra era, en tiempos de la invasión islámica a dicha región.
La leyenda refería que el rey Abgar V de Edesa, al conocer los milagros que Jesús estaba realizando en Palestina, había enviado a un pintor para que le trajera un retrato del prodigioso mesías, pues estaba seguro de que con él se libraría de la lepra. Al llegar a su destino, el artista no pudo realizar su encargo a causa de la intensa luz que salía de Jesús, por lo que este tomó un trozo de su manto y limpió con él su rostro, dejándolo plasmado en el lienzo.
Cuando Cristo murió en la cruz, sus apóstoles Simón y Judas Tadeo, que habían guardado la reliquia, la llevaron a Edesa para entregarla al rey Abgar, quien quedó curado de la lepra con su solo contacto. La leyenda continuaba narrando que, durante la invasión persa en el 544, ese Vero Ikono o Mandylion había librado a la ciudad de ser saqueada, aunque no de caer bajo el dominio islámico. Este relato debió generarse en esas convulsivas épocas para fortalecer la fe de los cristianos de Edesa, al recordarles que su ciudad estaba vinculada a los tiempos apostólicos.
En el año 944, los emperadores de Bizancio decían haber recuperado el Mandylion y se le veneraba en el palacio de Bucoleón, hasta que los venecianos invadieron dicha ciudad en 1204 (durante la cuarta Cruzada) y se apoderaron de la preciada reliquia. Para entonces, muchas copias de ella circulaban en los países herederos de la tradición griega; en Rusia, por ejemplo, había varias de ellas e incluso se veneraba el rostro de Cristo grabado en una teja, tradición surgida también en Bizancio, donde el emperador Nicéforo Focas había llevado una Santa Teja después de sus campañas en Siria en el 968.
La imagen “original” del Mandylion terminó en la iglesia de San Silvestre de Roma, un poco olvidada, pues la leyenda bizantina sobre el origen de tan venerada reliquia no se conocía en Occidente; aunque se hablaba del Vero Ikono (o Santa Faz), nadie lo asociaba con el Mandilyon de Edesa. El distanciamiento entre la Iglesia católica latina y las diversas iglesias ortodoxas orientales (que terminó con el rompimiento oficial en el llamado “Cisma de Oriente”, en el siglo XI) acentuó en la cristiandad occidental la ignorancia sobre la riqueza cultural heredada de Bizancio. Tal desconocimiento hizo surgir la otra leyenda, la de La Verónica, cuyo nombre fue tomado del objeto que la hizo popular: el Vero Ikono.
Fue necesario entonces crearle una historia y las hagiografías la llamaron con su supuesto nombre de origen, Berenice, quien habría nacido en Cesarea de Filipo y habría vivido en Jerusalén, donde se casó con Zaqueo, el publicano de Jericó que cita el Evangelio de Lucas. Algunas historias la identificaron con la hemorroisa curada por Cristo. Después de la resurrección, Berenice-Verónica y Zaqueo se habrían ido a Roma llevando consigo la Santa Faz y, antes de morir, la entregaron al papa Clemente I, entre los años 89 y 97.
Esas narraciones fueron creadas después del siglo XIII, ante la necesidad de darle cuerpo a un personaje cuyo nombre no aparecía en ninguno de los textos hagiográficos anteriores, ni en los martirologios antiguos. Ni siquiera la afamada Leyenda dorada del dominico fray Jacobo de la Vorágine, escrita a mediados de dicha centuria, hacía la más mínima mención a ella.
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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).
La historia de La Verónica y la Santa Faz