La Guerra de Castas, una guerra interminable

José Ángel Koyockú

Aunque el 4 de mayo de 1901 el poder federal ocupó la capital rebelde, los mayas mantuvieron una activa resistencia en los años siguientes, mientras que el ejército mexicano tuvo dificultades para consolidar su presencia en la región.

 

El 4 de mayo de 1901 el ejército mexicano ocupó Noh Cah Santa Cruz y al día siguiente celebró el aniversario de la batalla de Puebla izando el lábaro patrio porfiriano y entonando el Himno Nacional. Cuando las tropas del general Ignacio A. Bravo ocuparon esta localidad, después de una campaña relativamente breve, el conflicto había durado ya más de medio siglo.

Es difícil explicar la longevidad de la guerra sin referirse a la fundación de la capital rebelde durante los meses más álgidos de la implacable contraofensiva de la milicia yucateca, iniciada en el segundo semestre de 1848. El culto a las cruces (que, se contaba, habían aparecido en el interior de un cenote) articuló a un número considerable de mayas rebeldes en torno a Noh Cah Santa Cruz, al grado de que esta llegó a convertirse en el punto central de su movimiento, después de sobrevivir a las destructivas incursiones de la milicia mexicana y yucateca.

Aparte de la activa resistencia de los mayas a someterse al gobierno estatal de Yucatán, otros factores intervinieron para que la guerra se prolongara al menos hasta principios del siglo XX. Un clima de constantes pronunciamientos y motines militares de los comandantes yucatecos y mexicanos, además de una crónica falta de recursos monetarios, influyeron para impedir que la insurrección fuera rápidamente sofocada.

Los habitantes de los montes orientales, como había sucedido desde la época colonial, fueron aliados de los mayas insurrectos y un obstáculo a los ejércitos de la “civilización”: cuando los asentamientos de los rebeldes eran ocupados, estos se dispersaban en minúsculas partidas y buscaban refugio entre árboles, lagunas y aguadas, lo que impedía que los yucatecos pudieran consolidar su dominio en todo el territorio, aparte de que no pocas veces caían víctimas de enfermedades y de emboscadas en los estrechos senderos y caminos o en las mismas localidades recién ocupadas.

Para el gobierno porfiriano, 1901 fue el año final de la guerra; no obstante, durante la década que siguió a la ocupación de Noh Cah Santa Cruz, el ejército mexicano luchó desesperadamente por establecerse y consolidar su presencia, enfrentando a aquellos mayas que una vez más se habían dispersado, escondiéndose en cavernas y entre los pantanos de la costa suroriental.

El último combate entre los mayas rebeldes y el ejército mexicano sucedió más de tres décadas después de la ocupación de la antigua capital rebelde, cuando soldados mexicanos irrumpieron un día de 1933 en Dzulá, el pueblo del teniente Evaristo Sulub. ¿Fue ese el fin de la guerra? El bisnieto del líder rebelde, Ángel Sulub, aseguraba en 2018, frente al Congreso Nacional Indígena, lo que le había sido transmitido por sus padres y abuelos a través de la tradición oral: que la guerra no había acabado. Al parecer, la guerra contra los pueblos mayas, bajo otras formas y lógicas, continúa vigente para muchos de los habitantes primeros de la península de Yucatán.

 

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José Ángel Koyockú. Maestro en Historia por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, sede Peninsular, y licenciado en la misma disciplina por la Universidad Autónoma de Yucatán. Es integrante de K’ajlay, colectivo dedicado a la divulgación de la historia de los pueblos mayas de la península yucateca.

 

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