¿Cuál era aquel nuevo orden que los funcionarios ilustrados pretendían establecer? ¿Qué se remediaría con leyes o reglamentos? ¿A quién perjudicaba lo que parecía ser un desorden, que quizá en ciertos aspectos lo era? Lo que se vislumbra en normas legales y declaraciones de funcionarios es la voluntad de regular al sector de población considerado “de calidad”, mientras que nadie interfería con la “plebe”, “la chusma”, “el populacho”… que eran el futuro de la metrópoli y sus provincias.
El “gravísimo problema” que había permanecido inadvertido simplemente no se había visto como tal cuando casi un tercio de los bautizados en las parroquias céntricas de la capital eran ilegítimos. Podían serlo aun conviviendo con el padre natural que no quería o no podía casarse con su compañera del momento. Y precisamente mediando el siglo XVIII se puede apreciar el descenso en el número de nacimientos ilegítimos. La consideración de ventajas en las uniones consagradas por la Iglesia se insertó lentamente entre la población urbana.
Sin percibir la posible profundidad de las diferencias, con frecuencia adjudicamos a nuestros antepasados las mismas ambiciones y frustraciones que nosotros vivimos y sentimos. ¿No querrían todos los niños ser acogidos por una familia amorosa? ¿Y las jóvenes no soñarían con el compañero que las haría felices? ¿Acaso ellos no supondrían que la compañera elegida respondería con gozoso entusiasmo a sus toscos arrebatos de sexualidad, siempre vergonzosa?
Poco de eso podemos encontrar en los testimonios de tiempos pasados. Hablar de las familias del México barroco o decimonónico tiene poco o nada en común con cariño, erotismo, confianza y equidad de poder o de mutua ayuda y comprensión. Era demasiado fuerte la exigencia de sumisión de las mujeres y de dominio de los varones; poco podían confiar los adolescentes en padres a los que temían, y poco esperaban las niñas que caerían en las redes de embaucadores ocasionales o “disfrutarían” la protección de hombres empeñados en demostrar su fortaleza. Y, aun así, entre los matrimonios de modestos artesanos, pequeños agricultores y comerciantes de menudencias podemos suponer que se mantenían lazos de afecto y mutua necesidad de compañía. Eran quienes creían que la familia podía proporcionar felicidad, y por eso quienes no contaban con un mínimo de respeto y comprensión protestaban y reclamaban algo a lo que tenían o creían tener derecho. Las denuncias por malos tratos, como las solicitudes de divorcio por adulterio o sevicia, no sólo hablan de carencias, sino de expectativas de algo mejor.
Poco sabemos de las familias de conquistadores o aventureros, soldados de fortuna o vividores dispuestos a “arrimarse” al potencial señor, propietario o autoridad. Lo que sabemos es tan inseguro y cambiante como las regiones y nivel social de padres y parientes. En el Viejo Mundo era diferente la convivencia de parientes andaluces, castellanos o vascos. La propiedad y herencia de la tierra influían en el ejercicio de la autoridad, así como la posición adjudicada a las esposas dependía de la tradición en cada lugar. La señora, el “ama” entre los vascos, mantuvo su prestigio al cruzar el océano, mientras que la influencia musulmana debió pesar sobre las costumbres de andaluces e incluso extremeños. Unos y otros compartían el criterio de que la aportación de la esposa, en tierras, dinero o prestigio social, debía influir en el trato que merecía y la atención que cabía darle. No es raro que en los pleitos ante las autoridades ellos reclamasen que la esposa no había aportado dote y no tenía derecho a reclamar nada. Incluso hubo quien despectivamente se refirió a que una mujer como “única dote trajo un hijo natural”. Es el tipo de información que podemos rastrear en los documentos conservados.
Los testimonios existentes y, en todo caso, una gran parte de los que he consultado, se refieren a la convivencia en función de la situación económica. A partir de ellos podríamos arriesgar la hipótesis de que quienes huyeron de la pobreza y malos tratos de unos parientes miserables querrían evitar a sus hijos y descendientes lo mismo que ellos sufrieron. Pero tampoco conocían otras formas de convivencia. Y si hubiera existido una improbable influencia de las costumbres locales se habría limitado a los menos afortunados que, como carentes de fortuna, también carecían de familia propia.
Los testimonios aportados en demandas de divorcio o simples denuncias de malos tratos se refieren a comportamientos agresivos, en la intimidad del hogar o con la circunstancia agravante de ofensa pública. Se trata de diferencias entre adultos, en quienes quizá se presumía similar capacidad de acusación y defensa. La realidad era diferente: rara vez las mujeres tenían la misma facilidad de acceso a la justicia que sus maridos o compañeros. Ignorantes de leyes que pudieran protegerlas, recurrían a párrocos o capellanes para que las asesorasen sobre sus derechos, que ellas mismas desconocían y que las instituciones les regateaban. Aun así, hubo jóvenes, casi niñas, que acusaron a violadores, o esposas a compañeros que las maltrataban. Y también hubo adolescentes, doncellas, solteras o casadas, que presentaron demandas o tomaron la justicia por su mano, con ayuda de parientas y vecinas, y lograron alguna reparación por el maltrato sufrido.
Que fuera posible, o que incluso conozcamos algunos casos, no equivale a que fuera igualmente accesible a cualquiera, como tampoco hay fundamento para pensar que la violencia era común en todas las familias o que alguien esperó que la relación fuese igualitaria.
Lo que el intruso nos responde
Podemos referirnos a la sociedad decimonónica y quizá nos acerquemos a conocer los cambios, si existieron, y las permanencias, si dejaron constancia. Los escribanos no tuvieron acceso al interior de los hogares, ni siquiera conocieron a los ciudadanos de todos los niveles, pero algo nos dicen respecto al cambio de mentalidad en cuanto a lo que la familia representaba para hombres y mujeres que planeaban enlaces de acuerdo con las dotes esperadas o pensaban en el futuro de sus descendientes, cuando veían acercarse su fin.
Las cartas de dote se mantuvieron como norma cuando se reconocía la aportación de algún patrocinador como la Archicofradía del Santísimo Sacramento, que otorgaba quinientos pesos a las doncellas en edad casadera. Ellas debían salir en procesión una vez que hubieran resultado premiadas, y los pretendientes negociarían la forma de recibir la cantidad correspondiente en cuanto recibieran las bendiciones nupciales. En teoría, ellas limitaban su participación a su derecho a rechazar a quien no quisieran por esposos. En la práctica, se puede suponer, y en algún caso también conocer con cierta seguridad, que ya el noviazgo estaba arreglado antes de la procesión reglamentaria. En cuanto a la aportación familiar, evolucionó hasta desaparecer la carta que registraba alguna ropa, personal y del hogar, alhajas de escaso valor y cantidades inferiores a los trescientos pesos correspondientes a obras piadosas.
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