La familia y el amor

Los indicios del desorden

Pilar Gonzalbo Aizpuru

 

Eso que llaman amor
Dios es amor, amaos los unos a los otros, en amor y compañía…, con amor y reverencia… En la doctrina y los libros piadosos sobran ejemplos de la importancia del amor de Dios y del prójimo, de la inseparable relación de amor y matrimonio, amor y paternidad o maternidad, amor fraterno, amor filial… ¿Cómo se expresaba en la práctica? Difícilmente habría dejado huella en los documentos notariales, ya fueran compromisos, capitulaciones o cartas de dote. A veces surge en la declaración del futuro esposo carente de fortuna, pero con mucho amor por la que será su esposa, o en la justificación de desigualdades en reparto de bienes por testamento. Y, ciertamente, debió de existir amor en parejas que convivieron largos años en armonía o con ocasionales rupturas y reconciliaciones. También hay testimonios de amores agotados tras años de convivencia dramáticamente tormentosa o sosegadamente cargados de aburrimiento. ¿Cómo sobrevivirían las familias de parejas que expresaban su mutuo aborrecimiento, o los hijos sobrevivientes de matrimonios sucesivos cuando las segundas nupcias eran frecuentes y las terceras o cuartas no eran extraordinarias?

Una vez más, la diversidad de fuentes útiles para responder a tantas preguntas incluye los libros de escribanos públicos tanto como actas judiciales de divorcio o reclamaciones entre hermanos, medios hermanos y otros parientes. Por supuesto: el hogar era escuela de costumbres y modelo de convivencia. Niños golpeados reproducirían el modelo de padres golpeadores, aunque siempre hubo quienes tuvieron la capacidad de romper la cadena de violencia, sustituida por expresiones de afecto más o menos explícitas. Las palabras de un popular predicador de fines del siglo XVII pueden confirmar la realidad de que la violencia en el hogar podía ser frecuente, pero no aprobada o considerada normal. En uno de sus populares sermones, el jesuita Juan Martínez de la Parra acusaba: “Maridos lobos, maridos tigres, maridos dragones, entended, entended que no es vuestra esclava esa pobrecita paloma que así tratáis tan fiero, tan imperioso y tan terrible […] no es marido ése sino bestia”. Y es inevitable el asombro ante el piadoso regaño que merecían los maridos violentos o groseros si maltrataban a sus esposas, pero ¿sería tolerable que lo hicieran con una esclava? ¿Podemos olvidar que muchos hogares tenían como sirvientes a esclavos de ambos sexos?

Siempre el hogar se imagina con una pareja, la cual en algún momento debió existir para que, a partir de ella, se reunieran parientes por circunstancias que parecían momentáneas, pero que se prolongaban sin límite. Tampoco era raro que parejas jóvenes conviviesen con alguno de los suegros, o que tuvieran a su cargo a hermanos menores o hijos de anteriores matrimonios, o que a lo largo de la vida se fueran incorporando viudas desamparadas, menores huérfanos, parientes en la miseria… En algunos momentos, la situación se tornaba violenta, siempre o casi siempre, en su origen, por desavenencias conyugales, cuya solución se confiaba a tribunales eclesiásticos o, ya en el siglo XVIII, a instancias seculares en casos de divorcio. Las dificultades podían surgir pronto y algunas mujeres (menos hombres) lo aprovechaban para solicitar la anulación del vínculo. Siempre se podía alegar el descubrimiento de un parentesco antes ignorado, o el arrepentimiento por haber ocultado relaciones incestuosas con parientes del cónyuge, que en tal caso no debería serlo, y en algún caso, excepcional, pero expresivo de actitudes y mentalidades, por impotencia del marido que, tras varios años de convivencia, no había podido completar el acto conyugal.

Huérfanos en familia
Las palabras del arzobispo Lorenzana en boca de los niños expósitos hacen pensar en rechazo y abandono generalizado, pero la realidad era diferente. De hecho, ya para 1770, cuando clamaba el prelado, se había reducido considerablemente la proporción de nacimientos ilegítimos, pero era escandalosa al compararla con el Viejo Mundo, de donde procedía el celoso Lorenzana. Finalizando el siglo XVIII se había reducido la proporción de bautizos de hijos ilegítimos en las parroquias de españoles, comparado con las cifras de unos cien años atrás. De ninguna manera puede deducirse un mayor libertinaje en el pasado, cuando el sacramento del matrimonio todavía no se consideraba imprescindible para formar una familia honorable. El alto porcentaje de bautizos sin presencia de los padres no puede interpretarse como desdén por la vida en familia. Era frecuente que los prelados insistiesen en la necesaria misa de velaciones para legitimar el matrimonio y que así constase en los libros correspondientes. Las palabras de compromiso, aunque se pronunciasen ante testigos o incluso ante un sacerdote, no equivalían al matrimonio.

La situación era más grave cuando se trataba de dar legitimidad a la prole nacida de uniones más o menos formales y duraderas. A medida que crecía el escándalo ante la ilegitimidad se agravaba el problema del rechazo hacia los nacidos de parejas informales, porque el registro de ilegitimidad en el acta de bautismo no equivalía a ignorancia o negación de la paternidad. Según la laxitud de costumbres en la sociedad colonial, ser ilegítimo no era igual a desconocer al padre. En una sociedad tolerante, la exageración del arzobispo carecía de sustento. Si bien abundaban los hijos naturales en todos los niveles, sólo entre los más acaudalados o con pretensiones de nobleza pudo ser frecuente que se produjeran rechazos. No hay constancia de alardes de pureza previos a los exabruptos del documento sobre los expósitos.

Para conocer más de este relato, adquiere nuestro número 187 de mayo de 2024, impreso o digital, disponible en nuestra tienda virtual, donde también puedes suscribirte.