La familia y el amor

El matrimonio y la familia

Pilar Gonzalbo Aizpuru

Matrimonio y mortaja
Hoy resulta difícil entender la importancia del matrimonio, el eclesiástico, el único que existía y que se consideraba absolutamente necesario para la formación de las familias o la perpetuación de aquellas que alardeaban de sus blasones. Quienes aspiraban a casarse y encontraban dificultades, y quienes eludían el matrimonio, pero lo utilizaban como señuelo para obtener favores, se enfrentaban igualmente a las complejidades del derecho canónico, que lo requería para hacer vida conyugal, pero lo dificultaba con impedimentos y exigencias no bien conocidas ni comprensibles para todos.

Pudo suceder durante siglos que parejas sólidamente unidas (o al menos eso creían) descubrieran en el momento de celebrar la ceremonia, o incluso años después, que su matrimonio no era válido porque eran parientes en grado prohibido, o porque su boda no había cumplido los requisitos formales, el clérigo que los unió no tenía facultades de párroco, alguien denunciaba que habían tenido relaciones previas con parientes cercanos o, con malicia o sin ella, habían falsificado algunos datos relevantes como previos esponsales con otra persona. La solución de tales conflictos exigía trámites que han dejado huella en los archivos parroquiales o los juzgados eclesiásticos. El vínculo indisoluble entre los miembros de la pareja resultaba ser menos sólido si se descubrían errores, voluntarios o no, que se habían olvidado, ocultado o ignorado en la ceremonia de enlace.

A juzgar por su huella en los documentos eclesiásticos y notariales de los siglos XVII y XVIII, se diría que funcionó el prototipo de matrimonio inseparable de familia. Los hijos nacidos fuera de matrimonio se considerarían la excepción y los matrimonios sin hijos darían testimonio de esas lamentables excepciones. También sorprende, en la mayor parte de los documentos, la ausencia del concepto y la palabra misma de anulación, aunque, de hecho, muchas situaciones reunieron las condiciones para que los casos de divorcio fueran tratados como anulaciones.

Los requisitos básicos para la validez del vínculo conyugal eran el conocimiento, la libertad y la voluntad. La carencia de alguno de ellos era determinante de anulación, pero la demostración de los argumentos resultaba demasiado difícil con frecuencia. El requisito de conocimiento se refería tanto a la persona como a las responsabilidades contraídas con el sacramento. En pocos casos se alegaba esa ignorancia. Pero, si bien no abundan los casos de error en la persona, existen algunos en los que, con fundamento o sin él, uno de los miembros de la pareja denunciaba que aquel con quien contrajo matrimonio no era quien decía ser. El novio se había presentado como libre y resultaba ser esclavo, o bien ella decía ser doncella de buena familia española y se descubría que era mulata y de pasado más oscuro que su apariencia. No percibo huellas de que el simple error en el nombre se considerase como causa que afectase la validez del sacramento; sólo se solicitaba corrección. Y tampoco he localizado ningún caso en que se alegase que se contrajo el vínculo por coacción, aunque a nuestros ojos de hoy la mayor parte de las adolescentes que contrajeron matrimonio lo hicieron por obediencia a sus padres y no por decisión propia.

Apenas me acerco a conocer las características de aquellas familias de hace más de doscientos años y debo considerar la circunstancia de la sobrepoblación femenina en la capital virreinal, evidente en todos los censos, más o menos completos o imperfectos de la época. Lo que los demógrafos tratan como una variable en sus cálculos, las mujeres debieron sufrirlo como una muralla frente a su expectativa de formar su propia familia. Desde esta perspectiva no resulta sorprendente la proporción de nacimientos ilegítimos y, por tanto, según las normas de la Iglesia, no sólo irregulares, sino vergonzosos. Sin embargo, ampliando la mirada hacia el pasado, es seguro que la ilegitimidad disminuyó sensiblemente en las parroquias de la capital del siglo XVIII, respecto del XVII.

Los conflictos familiares no se limitaban a los desacuerdos con la prole ni a las carencias básicas, sino que la sociedad y la Iglesia atendían las diferencias y lo que se consideraba el desorden de las relaciones conyugales. Las familias formadas por madres solteras y alguno de sus hijos son, desde los libros de sacramentos, tan representativas como las del viudo con algún hijo o nieto, o las de los hermanos huérfanos. La realidad era precisamente así: irregular, con diferencias por épocas, por barrios, por grupos étnicos…

A lo largo del (sin razón) optimista siglo XX creímos conocer los motivos por los que era común el matrimonio: el amor. Y también sabíamos la causa de ruptura de tantos matrimonios: el amor que se agota, el amor por otra persona, más deseada o con mayor fortuna. El descubrimiento de que lo que llamábamos amor era una ficción en la que hemos dejado de creer. Cuando, ya instalados en el XXI, nuestra vida se volvió más compleja porque quisimos simplificarla mediante la tecnología, también el matrimonio cambió de significado o, en ciertos medios y situaciones, lo perdió por completo.

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