La familia y el amor

Estampas de la vida cotidiana en Nueva España

Pilar Gonzalbo Aizpuru

En la actualidad muchos suponemos que los conceptos de familia y amor siempre han marchado juntos. Las evidencias documentales muestran que en tiempos virreinales eran ámbitos diferentes, a veces cercanos y con mayor frecuencia independientes. Sin duda, las formas culturales del pasado pueden hoy escandalizarnos, tal como se escandalizarían nuestros bisabuelos si pudieran vernos ahora.

Dicha, familia y fortuna

El notario: ese intruso siempre presente

Apenas mediando la tercera década del siglo XVI, surgían las primeras construcciones, tomaban forma las nuevas calles, la vieja Tenochtitlan quedaba enterrada bajo complejas estructuras que sólo eran, o estaban destinadas a ser, la envoltura de nuevas instituciones, mientras las familias pretendían asegurar sus bienes, sus derechos, sus recuerdos y los lazos que las unían. Para eso necesitaban al escribano, que acompañó a los primeros viajeros y daría testimonio de lazos afectivos y posesiones materiales. Urgía a los nuevos propietarios formalizar el derecho a la fortuna recién adquirida, asegurar la continuidad de sus títulos y privilegios, y decidir la distribución de esos bienes entre pretendientes legítimos e ilegítimos. Además: desde fecha temprana los futuros esposos, no sólo castellanos, sino también algunos descendientes de la nobleza indígena, formalizaron las cartas de dote, registraron sus compras y ventas de tierras, esclavos o bienes de consumo, y dieron testimonio de la forma en que distribuirían sus bienes.

El escribano público de los siglos XVI a XIX siguió cumpliendo, así como más tarde el notario hasta hoy, la misión que le fue encomendada. Por él sabemos que, en 1575, una joven esposa india de Michoacán compró tierras en nombre de su esposo, temporalmente ausente; un anciano cacique conservó en el nuevo orden la forma tradicional en que distribuiría su herencia; dos familias acordaron una alianza mediante el matrimonio de jóvenes herederos y, antes de finalizar el siglo, una nieta de conquistador ingresó al primer convento de monjas de la Nueva España. Es evidente que el escribano se ha convertido en nuestro informante privilegiado sobre las relaciones familiares.

Creemos que familia y amor son inseparables, que siempre lo han sido y que ambos tienen un contenido definido, que el uso y el diccionario respaldan. Quizá por eso hay tantos relatos confusos y tantos esfuerzos fracasados en el empeño de hacerlos coincidir. La experiencia de búsquedas inútiles y hallazgos inesperados puede proporcionarnos la evidencia de que se trata de temas diferentes, en ocasiones cercanos y con mayor frecuencia independientes. Precisamente por esa divergencia hay que tratarlos separados, pero simultáneamente, para entender formas de comportamiento en el pasado que hoy pueden escandalizarnos, tal como se escandalizarían nuestros bisabuelos si pudieran vernos ahora. Para ese pasado, a distancia de doscientos hasta quinientos años, la documentación disponible se refiere con frecuencia, conjunta o separadamente, a la familia, los bienes materiales y, ocasionalmente, también al amor dentro de lo que se consideraba la moral cristiana y el orden social.

La familia
La minoría privilegiada de la población del virreinato de Nueva España, en torno a 1800, tenía muy presente el orgullo de pertenecer a determinada familia, a su vez emparentada con otras de similar categoría, y así lo hacía constar en sus exhibiciones de capitulaciones matrimoniales, disposiciones testamentarias y pretensiones de bienes y privilegios. No son tan explícitos otros tipos de documentos, pero la gente común también tenía familia, aunque no abundasen los motivos para presumir de ella. Por lo que conozco del mundo colonial, la sociedad mestiza, el medio urbano, los acontecimientos registrados en las parroquias… es indudable que el concepto de familia cambiaba según las diferencias en la escala social, pero, en cualquier ambiente y circunstancia, la decisión de formar una familia era independiente de las relaciones sexuales que, sólo con alguna frecuencia, coincidían o podrían haber coincidido.

La pertenencia a una familia podía ser timbre de orgullo y prueba de prestigio, que se exhibía mientras no estuvieran en juego conflictos partidistas, enfrentamientos por viejos rencores familiares, motivos económicos o antagonismos en la búsqueda de influencia social. Durante más de doscientos años parecía que era normal y espontánea la armonía entre las familias de abolengo, o simplemente criollas. Ser español o ser tenido por tal sería razón suficiente para compartir formas de pensar y comportamientos acordes con la posición de privilegio que les correspondía. Ello implicaba mantener el decoro y cumplir las expectativas de comportamiento de todos los parientes y allegados. 

Dado que los hombres solían ser los propietarios de la fortuna familiar o los únicos con acceso a los medios para conseguirla, era indudable que la decisión de formar una familia correspondía en exclusiva a los varones. En teoría, ninguna mujer podía elegir la pareja, el momento y las condiciones de su compromiso matrimonial, al menos formal y abiertamente. Ellas podían desplegar todos sus encantos, desde un apellido noble hasta una dote cuantiosa, pasando por detalles como belleza, juventud y atractivo físico, acompañados de agudeza de ingenio o apariencia de humildad, laboriosidad y modestia. Pero la decisión formal siempre correspondía al padre, abuelo o cualquier varón con autoridad reconocida en la familia.

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