Kingo Nonaka, un enfermero japonés en la Revolución Mexicana

Ricardo Lugo Viñas

Arropado por una familia chihuahuense, Kingo desempeñó varios trabajos en el Hospital de Ciudad Juárez antes de recibir el nombramiento de enfermero en diciembre de 1910. Un agradecido Madero lo convirtió en jefe de enfermeros en mayo siguiente.

 

Todas las mañanas, la señora Bibiana Cardón pasa por la Plaza de Armas de Ciudad Juárez, Chihuahua, rumbo a su trabajo. Desde hace unos días ha observado a aquel jovencito sin techo que, aunque tiene casi dieciocho años, parece un niño. Enjuto, bajo de estatura, de mirada melancólica y rasgada, montado sobre unos zapatos destrozados y envuelto en raídas ropas.

Finalmente, una veraniega y dominical mañana de 1907, se atreve a preguntarle por su nombre. Soy Kingo Nonaka, responde. La señora Cardón se percata de su incipiente español. Kingo es japonés y, aunque no es el único en aquella ciudad fronteriza, por su complexión parece ser el más joven de todos. De alguna manera, entre señas y palabras, se comunican. Entonces, la señora Bibiana le hace una propuesta: trabajar como dependiente en la modesta tienda de forrajes que posee su familia en el centro de la ciudad. El joven nipón acepta.

Ese mismo día, la señora Cardón lo aloja en su casa y le ofrece comida. Aunque Kingo lleva ya siete meses en territorio nacional, acaso esa sea la primera noche de sus días mexicanos en la que encuentre algo de esperanza, descanso y hospitalidad pues, hasta ahora, su periplo no ha sido nada fácil.

Un herido llama a la puerta

1911. Febrero. Francisco I. Madero cruza la frontera y se adentra en Chihuahua, acompañado de un puñado de hombres, con la intención de acaudillar personalmente un ataque militar y apoderarse de la ciudad Casas Grandes. Lo acompañan Abraham González, Eduardo Hay, Giuseppe Garibaldi, entre otros. La madrugada del 6 de marzo, las tropas maderistas, que ya superan los ochocientos efectivos, avanzan sobre las fuerzas federales del coronel Agustín Valdés, encargado de resguardar la ciudad.

Madero va a la vanguardia. Nunca había estado en batalla alguna, pero a todo el mundo sorprende su garbo y valentía. En lo más álgido de aquel combate, Madero avienta su carabina. Sangre. Una mancha de púrpura encendida crece sobre su impoluta camisa. Sus hombres intentan conseguir algún desinfectante entre la población. Llaman a las puertas sin recibir respuesta alguna; todos los habitantes del pequeño pueblo de Casas Grandes se han encerrado en sus viviendas a piedra y lodo. De pronto, una puerta se abre. Es el zaguán de la casa de Ricardo Nakamura.

No tenemos alcohol ni petróleo, dice Nakamura, pero mi compadre es enfermero y puede revisar al herido. Los hombres de Madero lo cargan y lo tienden sobre el sillón del anfitrión japonés. Sangra abundantemente del brazo derecho. El compadre lo revisa y pronto se percata que la herida no es grave. La limpia, busca hilo y aguja; sutura. Finalmente, venda la lesión e improvisa un cabestrillo. El convaleciente agradece la atención y se despide. Antes de irse, uno de los miembros de la escolta de Madero le pide que por favor pase mañana al cuartel para revisar al enfermo y le ofrece una recompensa que rechaza. Ese enfermero es Kingo Nonaka.

Al día siguiente, Kingo se dirige al improvisado cuartel que las derrotadas tropas maderistas han instalado a las afueras de Casas Grandes. Ingenuamente intenta pasar sin mediar presentación. ¿Qué busca usted aquí? Vengo a ver al herido, contesta. Aquí hay muchos heridos, ironizan. Está a punto de desistir cuando uno de los hombres que acompañó a Madero la noche anterior lo reconoce. Así, lo hace pasar a la casa de campaña del futuro presidente de México, quien se presenta y se disculpa por el inconveniente.

Aunque Kingo sabe poco de política, reconoce aquel nombre que en ese momento está en boca de todo México. No es un hombre de aspavientos, pero tampoco oculta su asombro. Véngase con nosotros, el movimiento lo necesita, le pide Madero.

Nací en Fukuoka

1907. Verano. Kingo comienza a trabajar en el negocio de forrajes y semillas de la familia Cardón. Estiba costales, afana y despacha el local; aprende todo lo que le sea posible. Además, en la diaria faena, se esfuerza por mejorar su español. Así, pronto aquella solitaria y joven voz humana logra narrar su historia. Tal vez la primera persona que prestó oídos a aquel relato fue la señora Bibiana…

Nací al sur del archipiélago de Japón, en la prefectura de Fukuoaka, en el invierno de 1889. Soy hijo de Bunsishi y Tasuyo Nonaka, de oficio agricultores. Tan pronto como pude cultivé la tierra. Me crie en el campo y los arrozales. Pero, debo admitirlo, la aventura siempre me ha llamado. Cuando cumplí once años incursioné en una actividad que era altamente redituable: buscador de perlas. Aprendí el oficio de buzo en apnea sumergiéndome en el mar de Genkai, actividad que requiere fuerza física, pero sobre todo mental.

Por aquellos años, se oían seductoras historias de América, particularmente de México y sus plantíos de café. Algunos compatriotas habían iniciado la aventura de embarcase hacia el trópico americano con la ilusión de un futuro mejor y de convertirse en prósperos campesinos.

Así, con mucha emoción y a la vez tristeza por dejar mi país y sobre todo a mis padres y hermanos, salí de Japón desde el puerto de Yokohama en el otoño de 1906, con destino a América. Me acompañaban mi hermano Kinkuro y mi tío Shoraki. La aventura náutica tuvo como itinerario Hawái, Panamá y, finalmente, las costas de Salina Cruz, en Oaxaca.

En Hawái recibí un primer golpe. Mi hermano enfermó de un padecimiento gástrico y el capitán del barco lo obligó a quedarse en la isla. Mi tío y yo continuamos. Arribamos a México el 30 de diciembre de 1906. La desilusión se hizo presente casi de inmediato. No había trabajo y cerca de mil japoneses y quinientos mexicanos estaban esperando lo mismo que nosotros. El 4 de enero conseguimos empleo en la zafra cañera. A mí me pusieron de aguador, a mi tío de cortador. Una semana después, la vida me asestó un segundo golpe: mi tío enfermó de paludismo. Agonizó dos semanas y murió el 15 de febrero de aquel año. Me legó quinientos pesos.

Solo en este enorme continente, resolví unirme a una caravana migrante que se dirigía, en una diáspora inhumana, hacia el norte de México, siguiendo las vías del tren, con la intención de llegar a Estados Unidos. El trayecto, bajo el sol y la desdicha, nos costó tres meses y no sé cuántas vidas. Y aquí estoy, en Ciudad Juárez. Esa es mi historia…

 

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