Juárez y la corrupción

Javier Torres Medina

Ante el dilema de combatirla o transigir para gobernar

 

La idea que se tenía en el siglo XIX sobre la corrupción no era muy diferente a la que tenemos hoy, aunque con algunos matices. Sin embargo, ciertas prácticas que hoy conocemos, como el enriquecimiento de funcionarios, la compra de cargos públicos, el nepotismo y el tráfico de influencias no se consideraban graves y hasta eran tolerados. En cambio, atentar contra la soberanía, corromper a las instituciones con sobornos, apropiarse de fondos públicos o privados para destinarlos a la compra de voluntades o para presionar instituciones como el ejército, eran prácticas que se consideraban graves y causa para el escarnio público. Resalta el mal uso de los recursos públicos con fines políticos, la utilización de dinero de erario para ejercer presión y un control fraudulento sobre, por ejemplo, los procesos electorales en aras de permanecer y conservar el poder.

Juárez, crítico de las corruptelas

En 1847 Benito Juárez llegó al gobierno de Oaxaca con su “más ardiente deseo de restablecer el imperio de la ley y el prestigio de la autoridad, poniendo coto a la costumbre de transigir con el crimen y con el vicio”, por lo que criticaba a los alcaldes y regidores que se aprovechaban de los fondos públicos para usos particulares o “para fomentar vicios y costumbres perniciosas a la sociedad”. El ejercicio de una administración pulcra fue el lema de su gobierno y en la práctica pondría énfasis en combatir la inmoralidad.

Desde las páginas del periódico El Siglo Diez y Nueve, en una nota publicada el 1 de junio de 1871, el partido republicano progresista manifestó “introducir la más severa moralidad en todos los ramos de la administración pública, exigiendo en los empleados la honradez y aptitud necesarias para el desempeño de su encargo”. Asimismo, el ministro de Hacienda había prohibido que en una misma oficina hubiera empleados que tuvieran un parentesco próximo.

Sin embargo, durante la primera presidencia juarista, convulsa e inestable, entre otros “vicios” que salieron a la luz pública estuvo la compra de propiedades desamortizadas a la Iglesia. Muchos liberales de la generación juarista usaron la llamada Ley Lerdo para adquirir propiedades a bajo precio. No todas estas adquisiciones por supuesto se pueden considerar actos de corrupción y no era raro que se efectuaran transacciones así, lo cual no era un delito y seguramente las compras se hicieron con los procedimientos legales, pero no deja de llamar la atención que las propiedades fueron adquiridas bajo ciertas condiciones y fueron compradas a más bajo costo de su valor real.

Las acusaciones de corrupción de los opositores a Juárez trataban de estigmatizarlo, como las expresadas por el gobernador de Nuevo León Santiago Vidaurri, quien llamaba al gobierno de Juárez “camarilla corrompida” que huía hacia el norte ante la entrada de los franceses.

Muchas formas de gobernar: negociar, pactar o transigir

Ya la nación se murió,

Ya la llevan á enterrar

entre Lerdo y D. Benito

y un yanque de sacristán…

Juárez tenía una verdadera obsesión por la legalidad y el cumplimiento irrestricto de la ley. Por eso, la impronta era conformar un Estado moderno –en su acepción más clásica– como receptáculo de la soberanía nacional; es decir, la autoridad soberana sin tolerancia de ningún otro poder.

El mandatario oaxaqueño se enfrentó a una serie de prácticas que creaban islas de ingobernabilidad regional, cotos de poder local que se gobernaban “al contentillo”. Por ello se puso en marcha una política de transacciones y acuerdos de particulares con el Estado que fue vista con recelo porque le restaba autoridad a este último al hacer concesiones y pactar con grupos poderosos, con prefectos y jefes políticos como Antonio Rojas, con gobernadores como Manuel García Pueblita y Vidaurri, al que finalmente declaró “traidor a la patria”, así como con guerrilleros, bandidos y caciques, siguiendo una política de amnistía y de “perdón”.

La idea de Juárez de que en nada se debería transigir con la corrupción ni con la impunidad para los culpables, se enfrentaba a una realidad que hacía a la Constitución impracticable. El sistema político de México en la época era un ente corporativo como el ejército, con intereses particulares de caudillos y caciques, en el que los sectores tendían a la negociación, al pacto y a veces a transigir con los sublevados.

Ante la protesta de campesinos, pueblos indígenas y militares, se transaba o se negociaban sus derechos con líderes y jefes, ante un federalismo autonomista y desobediente al poder central, se tenía que negociar, por lo que había ciertas prácticas corruptas que era preciso mantener para conservar la estabilidad, la paz y el orden –léase el mantenimiento del poder–. De ahí que el utilizar recursos y fondos para ejercer presiones en los procesos electorales fue un aspecto necesario e indispensable. El control sobre las votaciones era esencial, por lo que el gobierno estableció una red de control electoral.

Ciertas prácticas de corrupción resultaban útiles, además de necesarias, para construir alianzas y con ellas ganar elecciones; pero como dice el sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo, no se trataba de suplantar la decisión popular, sino de fabricar entera una elección, para lo cual era necesaria la negociación con los que se llamaban los “intermediarios” locales y regionales, además de comprar periódicos y mantener contentos con dinero a los electores y a grupos influyentes como los comandantes militares, alcaldes y hacendados. Era toda una maquinaria compleja que aseguraba la continuidad.

La corrupción era necesaria para hacer funcionar la administración y mantener el poder político; por lo tanto, su práctica adquirió otras connotaciones más allá del simple enriquecimiento ilícito y del cuestionamiento moral.

 

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