Juan Ruiz de Apodaca, ¿benigno y conciliador o tibio y débil de carácter? El virrey que no pudo sobreponerse a la traición en el ejército realista (1816-1821)

Gobernar en tiempos de guerra: los virreyes de Nueva España que enfrentaron la insurrección

Jaime Olveda Legaspi

Apodaca ascendió en la política a la par que hacía carrera en la Real Armada Española, de la que llegó a ser capitán general. En 1812 fue nombrado gobernador de Cuba y en septiembre de 1816 virrey de Nueva España. Después de renunciar a este último cargo, partió a Madrid y allí permaneció hasta 1823. Luego se le encomendó volver a La Habana para preparar la reconquista de México, pero su mala salud se lo impidió. A su regreso a España se le encargó la misma misión, pero el proyecto nunca se materializó. En 1826 fue nombrado consejero de Estado y el 1 de mayo de 1830 se le promovió a la dignidad de capitán general y director de la Armada española.

 

Fue el virrey que gobernó más tiempo durante la guerra. Tomó posesión de su empleo el 20 de septiembre de 1816, después de haber sido gobernador de Cuba. Era un militar reconocido por los servicios prestados en la Armada española, lo que le valió para obtener algunos ascensos dentro del ejército.

La personalidad de Ruiz de Apodaca contrastó con la de su antecesor. Según algunas fuentes, fue un individuo generoso, amable, ameno y de finos modales, cualidades que le permitieron ganarse la simpatía de muchas familias notables. A diferencia de los dos virreyes anteriores, contó con un ejército mejor organizado y más experimentado, con el cual se enfrentó a una insurrección sin liderazgo, pues para entonces ya había muerto Morelos. Más que la represión y otros medios violentos, utilizó “medidas suaves”, como el indulto y la persuasión, para pacificar y debilitar la insurgencia. A partir de 1817 la Gaceta de México publicó en cada número listas más largas de los insurgentes que se acogían al perdón ofrecido por Apodaca.

Lucas Alamán, basándose en una orden que envió este virrey a los comandantes realistas en la que les prohibió fusilar a los insurgentes prisioneros y les pidió llevar a cabo con puntualidad los procesos judiciales, lo describe como un hombre “tibio, débil de carácter, benigno, de poco talento, vacilante en sus órdenes y condescendiente”. Aun así tuvo problemas o diferencias con otros oficiales realistas como José de la Cruz, el hombre fuerte de la región de Guadalajara.

Apodaca hizo frente a otra forma de hacer la guerra por parte de los rebeldes: las fortalezas. En la zona del Bajío algunos cabecillas construyeron fortificaciones para refugiarse y resistir el embate de los realistas. Por ejemplo, los fuertes de Jaujilla, los Remedios y el Sombrero, en donde los insurrectos se escondían después de hacer algunas correrías por la zona aledaña. La distancia que había entre uno y otro no era mucha, lo que les permitió auxiliarse mutuamente cuando fueron atacados por sus enemigos. Para entonces, el núcleo de oficiales realistas estaba formado por integrantes de los cuerpos expedicionarios que habían venido de España desde 1816.

El ataque realista al fuerte del Sombrero en las dos primeras semanas de agosto de 1817, defendido por los destacamentos de Pedro Moreno y Xavier Mina, fue uno de los pocos éxitos en la época de Apodaca, el cual lo hizo merecedor del título de conde de Venadito, por llamarse así el lugar donde se aprehendió al oficial español Mina. De acuerdo con algunos autores, al virrey no le agradó el nombre de este título nobiliario, y aseguran que no lo usaba ni hacía gala de él.

A partir de 1819 la guerra fue perdiendo intensidad, lo que permitió a Apodaca atender algunos ramos de la administración, en especial el de Tabacos, principal fuente de abastecimiento del ejército realista. También impulsó la minería con la introducción de nueva tecnología para desaguar las minas e instaló casas de moneda en Guadalajara y Zacatecas.

En los últimos años de la insurrección, la atención del virrey se centró en las fragosas montañas del sur, donde Pedro Ascencio, Juan Álvarez y Vicente Guerrero continuaban alzados en condiciones cada día más difíciles. Como las campañas del realista Gabriel de Armijo, acusado de haber hecho una gran fortuna en la guerra, tuvieron poco éxito, Apodaca confió la comandancia de esta región a Agustín de Iturbide, quien desde finales de 1820 comenzó a establecer alianzas con otros oficiales del mismo ejército para diseñar un plan encaminado a consumar la independencia y restablecer la paz.

En 1820 el virrey prácticamente perdió el control de la Nueva España, situación que se complicó con el restablecimiento de la Constitución de Cádiz, la cual tuvo que jurar el 31 de mayo a pesar de no estar de acuerdo.

Apodaca presenció el fin del largo periodo colonial y el giro que dio la guerra con la promulgación del Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821. El 3 de marzo publicó un bando en el que exhortó a los súbditos a no leer las proclamas de Iturbide, observar la Constitución de Cádiz y mantenerse leales a Fernando VII; en este y en otros impresos llamó “traidor, tirano de su propia patria, monstruo y enemigo del orden y de la verdadera libertad” a este coronel realista que promovía la independencia del reino.

El último virrey novohispano también fue testigo de la desintegración del ejército realista al formarse el Trigarante y de lo que desencadenó el grito de Iguala. Sin la energía de Calleja, no pudo impedir que el nuevo movimiento emancipador se extendiera por toda la Nueva España, a pesar de que el 5 de junio de este año suspendió la libertad de imprenta y de que ordenó que la Gaceta de México no publicara ninguna noticia del levantamiento de Iturbide.

Con el propósito de evitar que la capital virreinal cayera en manos del Ejército Trigarante, Apodaca convocó a todos los españoles residentes en la ciudad para formar un cuerpo encargado de defenderla con el nombre de “Defensores de la integridad de las Españas”, pero pocos respondieron al llamado. Un último esfuerzo para controlar la agitación que provocó el Plan de Iguala consistió en ordenar, el 16 y 19 de junio, la requisición de armas y caballos.

Por presiones de los oficiales de la guarnición de México renunció el 5 de julio, sustituyéndolo Pedro Francisco Novella. Se refugió en el convento de San Fernando hasta el 25 de septiembre, fecha en que se dirigió rumbo a Veracruz para trasladarse a España. Lo hizo a bordo del Asia, embarcación en la que había llegado Juan O’Donojú, el último gobernante español, quien al ver la causa perdida reconoció la independencia de la Nueva España al firmar con Iturbide los Tratados de Córdoba, el 24 de agosto de 1821.

 

 

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