Compartimos este texto de Alejandro Pérez Cervantes, colaborador y amigo saltillense de esta revista, en el que también recuerda a don Javier.
Hace algunos años, cuando la pérdida de otro querido amigo, alguien cercano se preguntaba: “¿qué tanto es lo que pierde una ciudad cuando pierde a un creador?”. Porque más allá del corte personal o familiar, el saldo atroz de tanta potencia creativa segada de pronto es incalculable. Ya otros han ponderado las virtudes personales, artísticas e intelectuales del que recién ha partido. A mí más bien me gustaría reflexionar en torno al perfil poliédrico de su quehacer y también, por qué no, celebrar las facetas menos conocidas de su trayectoria.
El caso de Javier Villarreal es paradigmático y su intensidad vital irrepetible: jovencísimo alumno de la Academia de San Carlos, reportero, editor y fundador de periódicos, profesor y formador de periodistas; periodista él mismo, editor de libros, historiador, gestor, curador… Además, tuvo una faceta poco conocida que abordaré más adelante.
En un lugar como Coahuila, donde los historiadores aparecen hasta debajo de las piedras, su obra se destacó siempre por su seriedad, su amenidad y por lo prolífico de su alcance: hace apenas unos meses se publicaron sus últimos dos libros, Coahuilenses olvidados y Carranza, legado y trascendencia. En ellos, sobre todo en el primero, el autor refrendó su profundo interés por las figuras periféricas de nuestra historia, intención ya develada en Los ojos ajenos. Viajeros en Saltillo, editado hace algunas décadas.
La recuperación de vidas olvidadas de paisanos nuestros, como la del pintor de batallas Francisco P. de Mendoza, el ensayista y traductor de Shakespeare David Cerna, el estudioso de las lenguas y culturas prehispánicas Ignacio Alcocer o el aguerrido muralista sanpetrino Xavier Guerrero, fueron algunas de sus preocupaciones centrales. Con un profundo trabajo sobre los documentos, las citas, el testimonio de contemporáneos, pero también atendiendo al gesto significativo muchas veces encerrado en el dato marginal o la minucia, reconstruyó, entretejió y perfiló de una manera magistral cada uno de estos perfiles, dispersos en su variedad, pero que confluyen en rasgos comunes: su potente singularidad, la voluntad irrefrenable en el ejercicio de su disciplina o preocupaciones artísticas; es decir, en su épica y su desmesura.
Hasta sus últimos textos, publicados en esta prestigiosa revista, la prosa de Villarreal fue un material fluctuante que erigió el pormenor y el trazo fino; el detallado matiz que trascendió el molde de lo hagiográfico para alcanzar el perfil pleno en el retrato de lo humano.
En un texto suyo había referido: “No respeto la riqueza, la fama, el éxito y el poder en ninguna de sus formas. El respeto lo reservo para la inteligencia y la belleza. (No necesariamente en ese orden). Algunos dirán que falta la bondad en mi lista, pero, como Óscar Wilde, pienso que la bondad es una forma de la belleza”.
Y aunque Javier Villarreal fue un ávido buscador del arte y la belleza en casi todas sus formas, hay un aspecto de su quehacer profesional que casi se desconoce: el de fotógrafo.
La historia es así: desde niño, mi padre me había referido la tragedia de los Voladores de Papantla en la Feria de Saltillo, a finales de los sesenta. Hasta que, en meses pasados, un notable reportaje de la periodista Adriana Armendáriz, publicado en Vanguardia, recuperaba la única foto que documenta la fatal caída de los danzantes. Entonces, me sorprendió mucho que se adjudicara esa oportuna
imagen a la autoría de Javier Villarreal. ¿Sería nuestro historiador o un homónimo?
De inmediato le escribí a don Javier y me resolvió el enigma en un correo electrónico fechado el 29 de agosto del presente:
“Estimado Alejandro:
Esperando se encuentre bien, le envío un caluroso saludo. En efecto, la foto es mía. Apareció al día siguiente en el periódico El Tiempo, de Monclova, que yo dirigía, y unos días después en Excélsior, del que era corresponsal.
El día del accidente era domingo y había venido a ver a mi familia. Fuimos un rato a la feria y sucedió la tragedia.
La foto debe estar entre los montones de fotos y papeles que he ido acumulando. La busqué y no la encontré. La que publicó la reportera es del libro sobre cosas raras que han ocurrido en Saltillo de mi amigo el doctor Jorge Fuentes Aguirre, a quien obsequié una copia, que él tampoco encuentra.
Esa fue la única foto que tomé de la caída, pues estrenaba una cámara Rolleiflex de formato grande –película cuatro por cuatro–, la cual tiene una manivela que hay que girar para pasar la película, que es operación muy tardada. Esa es la historia.
Espero nos reunamos pronto.
Un abrazo.
Javier”
¿Qué es lo que perdemos?, preguntaba al principio. Quizá exista un consuelo dándole la vuelta a la conjetura: ¿qué es lo que nos dejaron? Me gusta imaginar que el regalo del maestro Villarreal para nosotros pervive en su obra; no solo en sus cientos de textos y decenas de libros, sino en el legado vivo del Centro Cultural Vito Alessio Robles, en el fulgor multiplicado de su generosidad, o las imágenes generadas por su técnica y su sensibilidad. Incluso en algo aún más sutil, pero no por ello menos poderoso: la exquisita museografía –otra de sus facetas menos conocidas– para la colectiva Plástica Contemporánea Coahuila 2020, expuesta actualmente en su amada institución: uno de sus últimos proyectos.
Claro que nos reuniremos tarde o temprano. Hasta siempre, Maestro.
Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #146 impresa o digital:
Las estatuas también mueren. Versión impresa.
Las estatuas también mueren. Versión digital.
Recomendaciones del editor:
Si desea saber más sobre Javier Villarreal Lozano o leer algunos de sus artículos publicados por esta revista, dé clic en nuestra sección "Javier Villarreal Lozano".
Javier Villarreal, fotógrafo