Guerra de castas, guerra social, rebelión campesina

José Ángel Koyockú

El cacique maya Manuel Antonio Ay fue fusilado en 1847 por “ser uno de los cabecillas de la insurrección de la clase indígena contra las presentes instituciones”, según la sentencia firmada por Eulogio Rosado. Su muerte y la respuesta armada de los mayas desataron una serie de asesinatos, brutalidad y saqueo por parte de las fuerzas milicianas yucatecas.

 

¿Una guerra de “castas”?

Fue una parte de la élite política e intelectual de Yucatán la que comenzó a denominar al conflicto desde su inicio como “guerra de castas”, haciendo eco del imaginario que compartía con otras élites mexicanas sobre el fantasma de un levantamiento indígena para exterminar a los blancos. Sin embargo, los caciques mayas del oriente conspiraron en contra de los odiados impuestos; una conspiración que se parecía más a los pronunciamientos que los miembros de la aristocrática milicia yucateca realizaban cada cierto tiempo para modificar el sistema de gobierno, que a una “guerra de castas”.

Una serie de eventos confusos y poco claros, en los cuales la milicia yucateca reaccionó a la amenaza de un pronunciamiento como si estuviera en marcha una guerra de exterminio, precipitó el baño de sangre. Al fusilamiento en Valladolid, a finales de julio de 1847, de Manuel Antonio Ay, uno de los caciques involucrados en la conspiración, siguió una serie de combates y asesinatos en Tepich y sus alrededores, en donde la milicia yucateca, mandada por oficiales como Diego de Ongay, se distinguió por su brutalidad, saqueando y quemando la localidad como respuesta al asesinato de vecinos del pueblo por parte de Cecilio Chi, otro de los caciques involucrados en el alzamiento.

Pese a estas acciones, el vacío de autoridad política en una península azotada por pronunciamientos militares impidió aislar geográficamente a la rebelión y permitió a los mayas y sus aliados reagruparse y comenzar una súbita ofensiva.

A mediados de 1848 la rebelión se había extendido por más de la mitad de la península de Yucatán y las demandas de los insurrectos ya no se reducían a los impuestos, pues al menos una parte de ellos ahora luchaba también por detener la enajenación de tierras del común, abolir las deudas de los peones acasillados e instaurar un gobierno autónomo.

Pese a lo que difundieron posteriormente intelectuales y escritores yucatecos y mexicanos, la guerra estuvo lejos de ser un conflicto entre mayas por un lado y blancos por otro. Entre los primeros comandantes de los insurgentes no únicamente había indígenas, sino también un número importante de personas con apellido hispano, generalmente mayahablantes, quienes convivían con los mayas de los pueblos de forma cotidiana, sembrando las mismas tierras del común y participando en las mismas fiestas religiosas.

Por ejemplo, José María Barrera, fundador de Noh Cah Santa Cruz Balam Nah (conocida también como Chan Santa Cruz), la capital de los rebeldes ubicada en el corazón de los montes orientales, era un mestizo mayahablante nacido muy probablemente en el sur de Peto. De hecho, durante gran parte de la guerra, a dicha capital llegaron en busca de refugio desertores blancos y mestizos de la milicia, además de peones de diferentes orígenes que trabajaban en los ingenios y ranchos azucareros de la frontera con los rebeldes.

De la misma manera, miles de mayas participaron a lo largo del conflicto en las filas de la milicia yucateca. Esta participación no hubiera sido posible sin el terror desplegado por las autoridades estatales de diferentes niveles contra los caciques y oficiales de las repúblicas de indios que se encontraban en la zona en control de los yucatecos en los meses posteriores al inicio de la insurrección. Este terror estuvo caracterizado por castigos públicos y ejecuciones sumarias de presuntos conspiradores; entre estas, la de Francisco Uc, cacique del barrio de Santiago en Mérida.

El reclutamiento de mayas para la Guardia Nacional continuó en las siguientes décadas y fue usado hábilmente por la élite yucateca no solo para engrosar los contingentes que combatían a los insurgentes en el oriente, sino también para fortalecer a las haciendas en expansión, pues eran los agricultores y artesanos de los pueblos a quienes preferentemente se destinaba a las unidades militares yucatecas.

Por otro lado, los mayas insurrectos y sus aliados estuvieron lejos de ser comunidades políticas homogéneas. Además de Noh Cah Santa Cruz, otros pueblos como San Antonio Muyil y Santa Cruz Tulum, en la costa norte del actual estado de Quintana Roo, tuvieron gran relevancia durante la guerra. Este último pueblo, en parte por el prestigio de María Uicab y el santuario a la cruz que allí se encontraba.

Al sur de la península, los mayas icaichés y los mayas “pacíficos” de Campeche mantenían relaciones ambiguas y conflictivas con los de Noh Cah Santa Cruz dependiendo del momento político. Además, en la larga franja que dividía a los “civilizados” de los “bárbaros” (ver mapa), existían decenas de pueblos mayas autónomos y semiautónomos como Kantunilkín, los cuales vivían al filo de las incursiones de los mayas insurrectos y la enajenación de tierras del común decretada por los gobiernos estatal y federal a mediados del siglo XIX.

 

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José Ángel Koyockú. Maestro en Historia por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, sede Peninsular, y licenciado en la misma disciplina por la Universidad Autónoma de Yucatán. Es integrante de K’ajlay, colectivo dedicado a la divulgación de la historia de los pueblos mayas de la península yucateca.

 

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