Conocimiento, saber, solidaridad, maestría y, sobre todo, secreto, estuvieron en el origen de todas las asociaciones artesanales que en la Baja Edad Media europea (siglos XI-XV, aproximadamente) se convirtieron en gremios para monopolizar la producción y comercio de sus creaciones en el Viejo Continente.
Artesanos en la Nueva España
La gran variedad de formas de organización del trabajo artesanal en Nueva España se debe tanto a la diversidad social como a la naturaleza de los oficios; lo mismo se daba la labor especializada en los pueblos de indios y en los gremios de los españoles, que en el trabajo doméstico de los artesanos libres.
La tradición artesanal de los pueblos originarios fue aprovechada por los primeros franciscanos que llegaron a Nueva España con dos poderosas armas: la breve bula Alias Felicis Recordationis, del papa León X, que les concedía en las Indias los privilegios extraordinarios de quienes evangelizaran tierras de infieles; y las facultades extraordinarias recibidas del emperador de España Carlos I, conocido como Carlos V, quien tenía en gran estima a fray Francisco Quiñones, maestre general de la orden, y a algunos de los misioneros como Juan de Tecto, su confesor personal, o Pedro de Gante, su pariente cercano. Estos dos últimos fundaron en 1523 el Colegio de Texcoco con la primera escuela de artes y oficios para indios, con especialidad en carpintería.
Poco después, en el Colegio de San José de los Naturales –en el convento de San Francisco de Ciudad de México–, Gante organizó la enseñanza de más de catorce oficios; entre ellos, la orfebrería, lapidaría, herrería y los bordados finos, con la idea de que los indígenas dominaran el trabajo manual como un medio de elevación moral, sustento y estabilidad. El aprendizaje sintetizaba los conocimientos de la artesanía de Flandes y España con aquellos de los pueblos originarios. Ese ejemplo lo siguieron más tarde los obispos fray Juan de Zumárraga y Vasco de Quiroga.
La defensa del gremio
Al llegar a Nueva España, los maestros de los gremios intentaron reservarse el derecho de ejercer el monopolio de su oficio. Lo lograron en cierta medida, al conseguir que se reconocieran algunas de sus ordenanzas en las leyes del virreinato que negaban a los indios, mestizos, mulatos, a todos los pardos y a las mujeres, la posibilidad de examinarse para obtener el título de maestro que otorgaba la posibilidad de pertenencia legal al gremio y establecer un taller reconocido. El linaje del gremio se defendía y sustentaba en un santo patrono y en la hermandad de los compañeros cofrades, que obtenían prestigio con sus propiedades, las cuales incluían un templo y un gran espacio para exponer las preciosidades salidas de sus manos.
El gremio les permitía gozar de la protección que les daba el trabajar en un oficio regulado y aunque no siempre seguían al pie de la letra las ordenanzas, sí separaban dentro del taller a los asalariados y esclavos que no eran españoles, a quienes no se les enseñaba y se trataba de mantener alejados de los secretos del oficio, lo cual no siempre daba resultado, pues el obrero asalariado, mestizo, negro o mulato que tenía aptitudes naturales, observaba y aprendía a pesar de que en el taller se le destinaba a las labores más burdas o de limpieza.
Además, los mismos maestros burlaban frecuentemente las prohibiciones y, de manera clandestina, comenzaron a enseñar su oficio a sus operarios, indios o negros más hábiles para explotar la pericia de aquellos cuya única falta era no haber nacido como hijos de españoles. Esto creó una clase de artesanos que poco a poco se liberaron del control de sus maestros.
Artesanos libres
A pesar de que los gremios en Nueva España duraron casi trescientos años, nunca tuvieron el control que pretendían. Por ejemplo, los bordadores españoles lograron que, en 1546, sus ordenanzas fueran aprobadas; sin embargo, era muy difícil lograr que nadie más bordara o comercializara bordados, pues no se podía atar las manos o detener la creatividad de los excluidos.
En los pueblos de indios, el trabajo artesanal era parte de la vida cotidiana y el tiempo se dividía entre la producción de alimentos y la de artesanías, cuyos productos finales llevaban a los mercados. Por ejemplo, en la región de lo que hoy es Michoacán los purépechas lograron habilidades poco comunes en el trabajo artesanal. Allí, Vasco de Quiroga, aprovechando esas virtudes, multiplicó las labores e impulsó la formación de pueblos especializados en productos de gran belleza, como la cerámica policroma.
Tampoco faltaban los comerciantes que recorrían los pueblos de las regiones donde se ubicaban los artesanos más diestros, para comprar sus piezas y revenderlas donde la vigilancia fuera menor. A pesar de las leyes que los gremios pretendían imponer, en el mercado había compradores para todos y tanto en el taller gremial como en el familiar se enseñaban los saberes ancestrales con herramientas al alcance de todos. Eso generó que la cantidad de artesanos libres fuera cada vez mayor.
El final de los gremios
Muy cerca del fin de la era colonial, en las últimas décadas del siglo XVIII, el virreinato enfrentó una severa crisis. Los productos agrícolas y los insumos que consumían los maestros de los talleres escaseaban y se encarecían. Los maestros artesanos sintieron que su economía empeoraba; para defenderse, recurrieron a una mala estrategia: subir el precio de los exámenes de maestría, cerrando las posibilidades a la mayor parte de los oficiales, quienes tenían dos alternativas: permanecer de por vida en el taller del maestro o convertirse en artesanos libres.
Entonces, los maestros con más prestigio, y por tanto con más encargos y recursos, acapararon el mercado y la materia prima, la cual distribuyeron, según su conveniencia, entre los recién independizados oficiales sin título que trabajaban fuera del taller, en una temprana versión de maquila que en apariencia daba ventajas comerciales a los grandes maestros agremiados, pero en el fondo debilitaba tanto al conjunto gremial como a los artesanos libres que eran fácilmente substituidos por la creciente competencia.
Lenta, muy lentamente, los gremios se fueron debilitando en el siglo XIX. El compromiso de resolver como un cuerpo los problemas personales y de ayudarse en las adversidades, permitió a esa organización, que a la luz del liberalismo decimonónico se veía como un obstáculo para el desarrollo, mantenerse con vida durante casi medio siglo tras la caída del virreinato, pues sobrevivieron a la Guerra de Independencia y a las primeras legislaciones del naciente México, hasta que fueron suprimidos definitivamente en 1856.
Su espíritu solidario original fue heredado por artesanos y obreros que se organizaron en sociedades mutualistas como formas de ayuda para protegerse de la voracidad de los patrones y de los vaivenes del mercado. Con ello nacieron las cooperativas de producción, ahorro y préstamo, no solo como armas defensivas, sino como propuestas alternativas para crear un mundo nuevo. Pero esa, es otra historia.
Esta publicación sólo es un extracto del artículo "Gremios y artesanos en conflicto en Nueva España" de la autora Esther Sanginés, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 110.