Calleja se inició en las armas desde muy joven. Participó en la fracasada expedición española contra Argel (1775), en la reconquista del Puerto de Mahón (1782) y en el asedio a Gibraltar (1779). Llegó a Nueva España en 1789, acompañando al segundo conde de Revillagigedo, y se convirtió en uno de los principales jefes militares del virreinato. A su regreso a España en 1818, fue honrado con el título de conde de Calderón y nombrado caballero gran cruz de las órdenes de Isabel la Católica y San Hermenegildo.
La extensión y la intensidad que alcanzó la insurrección requirieron de un gobernante con mayor experiencia militar y de carácter más firme. Ese hombre fue Félix María Calleja. De los tres virreyes, este último fue quien mejor conoció el territorio novohispano y el que logró entablar compromisos y relaciones estrechas con las élites. En buena medida, estas redes sociales fueron posibles gracias a su matrimonio con María Francisca de la Gándara, una mujer criolla perteneciente a una de las familias poderosas de San Luis Potosí.
Algunos historiadores decimonónicos lo definieron como un “militar valiente y entendido” en cuestiones de disciplina militar, pero de “instintos sanguinarios y rapaces”; para otros, era “la principal espada del virreinato”. Llegó a Nueva España en 1789, en plena época borbónica, acompañando al virrey conde de Revillagigedo, Juan Vicente de Güemes. Sus primeras campañas las realizó en las Provincias Internas del norte, donde combatió a los indios belicosos. Allí forjó precisamente “la dureza de su carácter”. Los siguientes virreyes le tuvieron estima por su intensa actividad y el valor demostrado hasta entonces.
Cuando tuvo lugar la invasión napoleónica en 1808, ratificó su lealtad a la Corona española al oponerse al proyecto de los regidores del ayuntamiento de Ciudad de México de crear una Junta Gubernativa independiente de las de España; posteriormente, reconoció a Pedro de Garibay, el virrey nombrado por los españoles residentes en la capital, quien le dio el mando de la 10ª Brigada establecida en San Luis Potosí.
Al recibir la noticia del levantamiento de Miguel Hidalgo, por instrucciones del virrey Venegas formó las primeras milicias, ordenó fundir cañones y dispuso de dinero suficiente para combatir a los insurrectos. Su prestigio militar se debe que se le unieran jóvenes deseosos de hacer una carrera militar exitosa como Gabriel de Armijo, Anastasio Bustamante, Miguel Barragán y Manuel Gómez Pedraza, entre otros, quienes se formaron bajo su mando.
Calleja se ganó la fama de haber sido el virrey más represivo. Desde que asumió el mando político usó más la fuerza que los medios pacíficos. Por su carácter duro e intransigente, arrogante, cauteloso y desconfiado, según lo describieron sus contemporáneos, se hizo de muchos enemigos, incluyendo a algunos oficiales realistas. Desde el principio emprendió una guerra de exterminio, “devastadora y horrorosa”, a la que los insurgentes respondieron de igual forma. El obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, lo acusó de apoderarse del dinero de particulares y de manejar los recursos hacendarios a su arbitrio. Otros comandantes, amparándose en el descontrol que generó la guerra, siguieron su ejemplo.
Su conocimiento del territorio y de las costumbres de los habitantes fueron factores decisivos que incidieron cuando se dedicó a formar un buen ejército para combatir a los rebeldes, mismo que movilizó y colocó en los puntos estratégicos para cercar a los insurgentes. Cuando menos hasta 1815 no hubo un militar realista que le disputara el prestigio que había adquirido como estratega.
Calleja gobernó un periodo muy complicado, lleno de discontinuidades o interrupciones por los cambios frecuentes que se dieron, los cuales no le permitieron mantener los mismos criterios gubernamentales: los últimos años de la invasión francesa a España, la promulgación de la Constitución de Cádiz, el regreso de Fernando VII, la supresión del orden constitucional y la época más álgida de la insurgencia, en la que se formó el Congreso de Chilpancingo y se promulgó la Constitución de Apatzingán. Aparte, desde 1814 intensificó las medidas represivas para acabar con Morelos; la obsesión de aprehender a este caudillo insurgente refleja, además de una profunda lealtad al rey, su preocupación por conservar íntegro su prestigio de buen militar.
Al igual que su antecesor, padeció los estragos de la falta de recursos económicos para financiar la guerra. En vista de que “el erario se hallaba en agonía”, pidió al consulado de México y a los particulares un préstamo de un millón de pesos para paliar la situación. Mediante el reclutamiento forzoso formó en las principales villas y ciudades batallones con el nombre de Patriotas de Fernando VII, y dio instrucciones al ejército de cercar a Morelos en la tierra caliente de la provincia del sur. También usó la imprenta para publicar bandos en los que exhortó a los habitantes del reino a despreciar la insurrección y resaltó las victorias alcanzadas para difundir la idea de que los realistas mantenían el control del territorio novohispano.
Hasta el 20 de septiembre de 1816 permaneció al frente del virreinato. Cansado y desesperado porque no había podido sofocar la revolución que ya llevaba seis años, regresó a España. Fernando VII lo condecoró con el título de conde de Calderón por haber derrotado a los rebeldes en el puente que lleva este nombre al inicio de la insurrección, así como con las cruces de Isabel la Católica y San Hermenegildo.
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