“Mi espíritu se encuentra en sí mismo”, escribió el general Felipe Ángeles minutos antes de que el reloj marcara las seis de la mañana del 26 de noviembre de 1919, hora dispuesta para su ejecución. El general caminó tranquilo hacia el pelotón y de frente a los fusiles recibió la descarga que cegó en un instante su vida. Un viento helado soplaba sobre la ciudad de Chihuahua.
La gran tragedia de la Revolución mexicana fue haber eliminado a toda una generación de jefes que, por su honestidad, fidelidad a sus principios y alta calidad moral le habrían dado un rumbo diferente –verdaderamente democrático– al nuevo Estado que nacía de la violencia de la guerra civil. La terrible paradoja fue que esta generación de hombres –Ángeles, Blanco, Buelna, Diéguez, Murguía– no cayeron combatiendo la dictadura porfiriana o la traición de Victoriano Huerta, sino a manos del canibalismo revolucionario, entre emboscadas y traiciones, y en plena madurez. Muy pocos alcanzaron los cincuenta años de edad.
Felipe Ángeles los había cumplido apenas el 13 de junio anterior. Por su incansable actividad, la radiografía de su vida semejaba más la extensa historia de un hombre de cien años y cien mil batallas. De ahí que al escuchar la sentencia de muerte ni se inmutara; parecía anhelar el descanso eterno. Y, recostado en el catre de su celda, probablemente recordó el camino andado hasta esa noche, la víspera de su muerte.
Su irremediable destino era encontrarse con la muerte en Chihuahua. El anunciado juicio fue una farsa representada por el gobierno para revestir su ejecución con fórmulas legales. La captura de Ángeles atrajo la atención de todo el país y de buena parte de la opinión pública en Estados Unidos. La sociedad mostraba su apoyo al general y esperaba que el gobierno carrancista respetara su vida. El general prisionero llegó a Chihuahua el 22 de noviembre y fue conducido al cuartel del 210 regimiento de caballería junto a la penitenciaría del estado.
El general se veía sereno. Impresionaba su tranquilidad y el buen ánimo con que encaraba su destino. Su celda contaba con una cama de hierro, una mesa y dos sillas, el lavabo, una pequeña tina de lámina y una lámpara de aceite. Por la mañana tomaba su tradicional baño y luego dedicaba largas horas a la lectura y a escribir su correspondencia. Faltaban tres días para el juicio, pero Ángeles comenzaba a despedirse de sus amigos.
El Teatro de los Héroes de la ciudad de Chihuahua fue abarrotado por una multitud que no quería perder detalle alguno del famoso proceso. Desde las ocho de la mañana del 25 de noviembre de 1919, cerca de cinco mil personas llenaron galerías y palcos, sin dejar un lugar vacío. Ángeles y sus compañeros de infortunio, Enciso de Arce y Antonio Trillo serían juzgados por el delito de rebelión.
El juicio duró cerca de 16 horas. El general hizo un recuento de su vida, de sus orígenes, de los lejanos años en el Colegio Militar, de su incorporación a la Revolución mexicana, de la derrota del villismo, del exilio y de su regreso a México. Por encima de las diferencias que lo alejaron, defendió a Villa con vehemencia.
“Como he dicho antes, la misión que traje fue de conciliación, fue de aconsejar a Villa, porque Villa es bueno en el fondo: a Villa lo han hecho malo las circunstancias, los hombres, las injusticias, eso le ha perjudicado. Con él anduve cinco meses predicando en todos los lugares a donde llegábamos, los principios de fraternidad que deben unir a todos los hombres, hasta que me separé de él por no convenir con su conducta para con los prisioneros, a quienes fusilaba, idea que traté de quitarle, como se la quité en muchas ocasiones”.
Más que una comparecencia, Ángeles dio una cátedra frente a los jueces y frente al público. Habló de la política y de sus valores; de la ética, de la educación, del desarrollo del pueblo, de los grandes problemas nacionales. En sus palabras se percibía la tristeza de quien se duele por su patria, denunció las carencias de la sociedad y señaló el camino para su redención.
“El hombre debe ser hombre primero, después padre o madre, según su sexo y sentir deberes para con la sociedad a la cual debe honor y respeto. En la educación de nosotros falta lo esencial: principios sólidos para la vida, educación interior, que es la que hace a los hombres grandes. Si en esta Revolución se cometen errores, es porque toda la educación se limita a una verdadera fórmula. El pueblo bajo vive en la ignorancia y nadie se preocupa por su emancipación”.
Los jueces intentaban llevarlo al terreno de los hechos concretos. De las batallas, de sus combates al lado de Villa. Sobre esos temas deliberarían para sentenciar al general que, sin embargo, no hablaba, predicaba.
“No he dicho nada contra la Constitución; he predicado la fraternidad; he predicado una doctrina de conciliación y de amor. La gente muy poco entiende eso. Por desgracia, nuestro pueblo no está aún en la época en que deba hablársele de otra cosa que de lo contrario a todo lo que sea odio y venganza; por eso su infelicidad, por eso se preocupa muy poco por analizar el espíritu de las leyes que nos rigen, para comprender, cuando menos, los deberes y los derechos que le asisten. La democracia consiste en que cada uno se baste a sí mismo para que, en unión de los demás, pueda ser libre y, por tanto, disponer de libertad en su gobierno, en sus hechos, en su vida propia”.
Ángeles negó las acusaciones que lo señalaban como un rebelde buscando el derrocamiento del régimen legalmente constituido. Rechazó haber tenido mando de tropas durante los cinco meses que estuvo con Villa. Demostró no estar en contra de la Constitución de 1917. Habló durante horas de su misión para México. Al final expresó lo que en 1913 le había escuchado a José María Pino Suárez, días antes de morir asesinado junto con Francisco I. Madero:
“Sé que me van a matar, pero también que mi muerte hará más por la causa democrática que todas las gestiones de mi vida, porque la sangre de los mártires fecundiza las grandes causas”.
Cerca de la medianoche del 25 de noviembre, tras varias horas de deliberación, el Consejo condenó a muerte a Felipe Ángeles. Al escuchar el fallo, el general permaneció sereno. Su rostro parecía de piedra. No hubo expresión alguna de dolor, de miedo o de tristeza. El silencio cayó sobre el teatro de los Héroes.
Ángeles fue llevado de vuelta a la prisión, donde ya le esperaba su última cena preparada en un restaurante de la ciudad. También se encontró con un flamante traje negro enviado por varias damas de sociedad. Mediaban algunas horas antes de su muerte y las pasó conversando. Como última voluntad pidió papel y pluma para escribirle a su esposa:
“Adorada Clarita: Estoy acostado descansando dulcemente. Oigo murmurar la voz piadosa de algunos amigos que me acompañan en mis últimas horas. Mi espíritu se encuentra en sí mismo y pienso con afecto intensísimo en ti. Hago votos fervientes porque conserves tu salud. Tengo la más firme esperanza de que mis hijos serán amantísimos para ti y para su patria. Diles que los últimos instantes de mi vida los dedicaré al recuerdo de ustedes y les enviaré un ardientísimo beso”.
Felipe Ángeles dedicó los últimos instantes de vida a su pasión por la lectura. Releyó algunos pasajes de La vida de Jesús de Renán y minutos antes de las seis de la mañana del 26 de noviembre se despidió de sus amigos, salió de su celda y con el “espíritu en sí mismo” caminó con tranquilidad hasta el lugar de la ejecución donde le aguardaba la muerte.
Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "Felipe Ángeles o el humanismo revolucionario" del autor Alejandro Rosas, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 15: http://relatosehistorias.mx/la-coleccion/15-felipe-angeles Para los lectores que deseen adquirir un ejemplar dejamos la siguiente liga: http://raices.com.mx/tienda/revistas-felipe-ngeles--REH015