En la segunda mitad del siglo XX una gran mujer, filósofa, escritora y humanista se preocupó por dignificar la vejez, así como la vida de esas personas llenas de historias, experiencia y sabiduría, a quienes la sociedad mexicana marginaba cada vez más.
El filósofo alemán Walter Benjamin nos dice que en el transcurso del siglo XIX la sociedad burguesa, mediante dispositivos higiénicos y sociales, produjo un efecto secundario: facilitarle a la gente el evitar ver a los moribundos. La creación de asilos mentales, centros de cuarentena y sanatorios para tuberculosos, la invención de la anestesia (1842) y el desarrollo de técnicas quirúrgicas antisépticas promovieron la ampliación y construcción de numerosos centros médicos. Así, en estos tiempos la muerte se ha convertido en algo que se empuja cada vez más lejos del mundo perceptible de los vivos.
Ahora bien, desde el siglo XX los ancianos en el ocaso de sus días han sido despojados de su cama particular y enviados con mayor frecuencia –por sus hijos, nietos, sobrinos o herederos– a asilos y hospitales. Pero precisamente es en la figura del moribundo, del anciano que se está despidiendo, que su experiencia y sabiduría sobre este mundo toman una forma transmisible. Ése es el material del que nacen los relatos, a través de los cuales se cede a la generación siguiente la historia que les tocó vivir, de la cual formaron parte. Estos conceptos los tenía muy claros la filósofa mexicana Emma Godoy cuando alguna vez sentenció: “¡Cuánto ganaría un país si hiciera de nuevo productiva la edad de la sabiduría!”.
Guanajuato fue la tierra que vio nacer, el 25 de mar-zo de 1918, a Emma Godoy, la más pequeña de quince hijos guiados por sus padres Abigail Lobato y Enrique Godoy. Juntos se mudaron a la Ciudad de México cuando Emma contaba con ochos años. Estudiante incansable, se recibió como maestra en Lengua y Literatura Españolas, curiosamente con una tesis sobre la psicología de los adolescentes. Estudió psicología, pedagogía y filosofía en la UNAM. Tiempo después asistió a cursos de filosofía en La Sorbona y de historia del arte en L’Ecole du Louvre, ambas en París. Además, se dedicó a transmitir todos los conocimientos adquiridos durante años de estudio a través de conferencias y clases en la Escuela Normal Superior y en el Claustro de Sor Juana.
Su carrera literaria comenzó en 1940 al colaborar en la revista cultural Ábside. Fue asesora de la Sociedad Mexicana de Filosofía, presidenta honoraria del Ateneo Filosófico y miembro de la Academia Internacional de Filosofía del Arte.
Su obra abarca disciplinas como el arte, la historia y la religión. De hecho, esta última es parte de la tradición literaria mexicana junto a obras de Carlos Pellicer, Gloria Riestra, Alfredo R. Placencia, Alfonso Junco y Joaquín Antonio Peñalosa, entre otros. Fue galardonada en 1979 con el Premio Internacional Sophia, otorgado por el Ateneo Mexicano de Filosofía, y con el Premio Ocho Columnas de la Universidad Autónoma de Guadalajara.
La filósofa falleció el 30 de julio de 1989. Sus restos estuvieron primero en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México y, debido a su gran trayectoria profesional y social, en 2006 fueron trasladados a la Rotonda de las Personas Ilustres, junto con María Lavalle Urbina –primera senadora de la República–, la escritora Rosario Castellanos, las actrices Dolores del Río y Virginia Fábregas, y la soprano Ángela Peralta.
Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "Emma Godoy" de la autora Natalia Arroyo Tafolla, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 50.