Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”, expresó el astronauta Neil Armstrong al pisar la Luna por primera vez en la historia. Sin embargo, hasta hace poco salió a la luz (después de décadas de permanecer en la oscuridad) que esa hazaña tuvo pies de mujer, y de mujer afroamericana.
Esta historia –revelada por la escritora Margot Lee Shetterly en su libro Talentos ocultos– empieza en 1943, cuando el motor bélico desatado por la Segunda Guerra Mundial necesitaba de más y más combustible en forma de conocimiento aeronáutico con el cual obtener la victoria. El Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica (NACA por sus siglas en inglés, y antecedente de la NASA), la agencia de Estados Unidos encargada de las investigaciones en ese ámbito, ejercía su labor con la intención de que sus resultados pudieran ser aprovechados por las fuerzas militares de su país para ganar la guerra.
En ese tiempo, el Laboratorio de Aeronáutica de Langley, en Hampton, Virginia, era el único de su tipo con el que contaba el NACA y su personal se había visto rebasado por las necesidades bélicas. Por ello, en aquel 1943 el centro de investigación requería de decenas de físicos, computistas y personas con una carrera y experiencia en matemáticas. Dicho laboratorio se había destacado por contratar a mujeres para cubrir los puestos en esta última disciplina, pese a que muchos no las consideraban aptas para ese tipo de tareas “frías” y racionales, las cuales se alejaban de la tradicional concepción sobre las aptitudes femeninas, más asociadas con el hogar y lo emocional.
Como lo ha documentado Shetterly, los anuncios en la prensa para reclutar a mujeres incluían mensajes como este: “¡Reduzca sus tareas del hogar! Las mujeres que no teman remangarse y realizar trabajos antes limitados a los hombres deben ponerse en contacto con el Laboratorio Aeronáutico de Langley”.
Sin embargo, en un estado sureño como Virginia, con una extendida segregación racial en aquel tiempo, no era nada fácil ser una mujer afroamericana, pese a las órdenes presidenciales que prohibían la discriminación racial e impulsaban las prácticas justas de trabajo en las dependencias del gobierno federal. Esto lo sabían las matemáticas Dorothy Vaughan (1910-2008) y Katherine Johnson (1918) cuando solicitaron empleo en el Laboratorio de Langley.
Dorothy había nacido en Missouri. Desde niña destacó por su talento, hasta llegar a la Universidad de Wilberforce (en Ohio), la más antigua escuela superior privada que aglutina a la comunidad negra. Allí se especializó en matemáticas y luego dio el salto a la Universidad Howard (en Washington D. C.), otra casa de estudios de excelencia para afroamericanos.
Pese a egresar como una estudiante sobresaliente, para Dorothy no fue fácil hallar empleo, menos después de la Gran Depresión de 1929. Entonces se fue por lo que ofrecía más estabilidad profesional para una mujer negra de su tiempo: la enseñanza. Ejerció como maestra, hasta que llegó la convocatoria del Laboratorio Langley, en el que finalmente fue aceptada y en pocos años se convirtió en supervisora y luego en directora de la sección Computación del Oeste, una zona segregada para las computistas afroamericanas.
Katherine Johnson llegó a esa sección en 1953. Nacida en Virginia Occidental, hizo un excelente posgrado en matemáticas en la universidad pública de la entidad, la más importante del estado hasta hoy. Dedicada por algunos años a la docencia, finalmente tuvo la oportunidad de trabajar en el Laboratorio de Langley y aceptó el reto.
Pese a la discriminación que sufrían de manera cotidiana (había un baño y un espacio en la cafetería solo para “chicas de color”, y no podían viajar en los mismos autobuses que las blancas) e ir a contracorriente, Vaughan, Johnson y otras computistas negras destacaron por la eficiencia y precisión de su trabajo, antes y después de la llegada de los ordenadores. Como para los de Langley importaban más la calidad y los buenos resultados que el color de piel o el género, pronto las matemáticas afroamericanas, conocidas como “computadoras humanas”, fueron ganando cada vez más importancia en el laboratorio.
Así, Johnson fue la encargada de hacer no solo los cálculos para el Proyecto Mercury (1961), que lanzó al primer estadounidense al espacio, sino los del célebre viaje a la Luna en 1969. Sin esa base matemática ideada por Katherine, el vuelo del famoso Apolo 11 habría sido imposible. El gran salto para la humanidad, pues, tuvo pies de mujer.