El Supremo Poder Conservador

Javier Torres Medina

Después del desastre militar en Texas, conducido por Santa Anna en 1836, se decretaron las Siete Leyes constitucionales con cuatro poderes: Ejecutivo, Legislativo, Judicial y un Supremo Poder Conservador que controlaba a los otros. Muy pronto, los intereses de los estados, que defendían su soberanía, chocaron con el centralismo. Con el apoyo de comerciantes, se fraguaron diversas rebeliones, hasta la entrada a la capital, en 1841, de los generales Santa Anna, Gabriel Valencia y Paredes y Arrillaga, que derrocaron al gobierno de Anastasio Bustamante.

 

Las Siete Leyes: “religión y fueros”

La Constitución de 1836 era conservadora en dos sentidos: porque mantendría y vigilaría el orden legal mediante una ley expresa y porque conservaba los fueros y privilegios de corporaciones y élites. A pesar de establecer el derecho de gentes, se mantenían las diferenciaciones sociales casi estamentales.

El XIX fue el siglo de la exclusión, lo cual no era, por supuesto, privativo de México. En esa época, se consideraba que los derechos no eran para todos. Por tanto, la de 1836 fue una constitución que respondía al estatus social de acuerdo con un “orden natural” que normaba las diferencias en lo racial o en el fenotipo. Con ello, se construía una narrativa de la desigualdad naturalizada en la que los pobres eran pobres porque así querían vivir, en la suciedad y la miseria, mientras que los indios vivían en condiciones precarias porque eran apáticos y flojos.

Dichas características no se consideraban prejuicios, sino categorías “científicas” sobre las diferencias raciales en un imaginario construido y sostenido para fundamentar el atraso, la dominación y la explotación, que luego devendrían en racismo y clasismo. Así, se mantenían los privilegios de las oligarquías, los notables que se autonombraban “hombres de bien”, y las clases educadas y “decentes” que se distinguían del populacho, la plebe, la “canalla” e incluso de los sectores medios a los que llamaban “baja democracia”.

Por eso, el carácter censitario de las Siete Leyes dejaba fuera de sus derechos a ciertos sectores. Para ser ciudadano se debía tener una renta o ingreso por ser propietario o por desempeñar una ocupación y una manera “honesta de vivir”. La vagancia se consideraba un delito y los llamados “vagos sin oficio ni beneficio” (que a veces eran desempleados) perdían sus derechos ciudadanos, lo mismo que los mayordomos, sirvientes domésticos, iletrados, analfabetas y alcohólicos consuetudinarios; tampoco podían votar ni ser votados. Por eso Lucas Alamán manifestó que “la clase propietaria debería tomar la dirección de los asuntos públicos”.

La necesidad imperiosa de un cuarto poder

La idea de un Supremo Poder Conservador no surgió en 1836. Sánchez de Tagle estaba empapado del conservadurismo inglés del partido Tory, fundado pocos años antes, de donde retomó el concepto de “conservador”. También de las ideas de Benjamin Constant (1767-1830) sobre un Senado francés basado en un poder moderador que dirimiera la polémica y la oposición entre ellos, y las del abate Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836), que inspiró al político michoacano con la creación de un freno a los excesos de los poderes con un órgano facultado para anular actos considerados inconstitucionales. Las constituciones se deben de acatar y cumplir obligatoriamente –decía el abad–, y por eso era necesario que existiera un poder especial, un organismo específico con facultades expresas para verificar su observancia.

La Segunda Ley Constitucional estaba dedicada a crear en México este organismo, que sería un árbitro entre los tres poderes que debían respetarse y ser del todo independientes, cosa que no ocurría porque el Ejecutivo había eludido varias resoluciones del Congreso y el Judicial había incurrido en defecciones y desacatos. Por estas razones, el argumento de Sánchez de Tagle se sostenía, y a ello se sumaban los momentos difíciles por los que estaba pasando la República. El Poder Conservador era una “imperiosa necesidad” para la salus populi.

El nuevo poder estaría conformado por cinco “notables” –a guisa de un directorio, como ocurrió durante la Revolución francesa– que debían tener propiedades y rentas que les produjeran cuatro mil pesos anuales; los cargos se renovarían cada dos años con un sueldo de seis mil pesos anuales y su tratamiento sería de “excelencia”. Eventualmente, ese organismo podría declarar la nulidad de alguna ley, así como la incapacidad física o moral del presidente, suspender y aun deponer a la Suprema Corte de Justicia, y también suspender, hasta por dos meses, las sesiones del Congreso.

Se aclaraba que esas atribuciones se podían poner en práctica siempre y cuando lo solicitara uno de los otros dos poderes, es decir, no podía actuar por iniciativa propia. Sin embargo, el Supremo Poder Conservador no sería responsable de sus operaciones más que ante Dios, por lo que sus integrantes no podían ser juzgados o reconvenidos por sus opiniones.

Al aprobarse el Supremo Poder, la oposición del grupo afín a Antonio López de Santa Anna fue inmediata. Además, en la prensa se dio una interesante discusión: La Lima de Vulcano, por ejemplo, se preguntaba cómo se les iba a pagar a esos “zánganos” y publicó artículos en donde se cuestionó el fundamento del poder neutro. Por su parte, El Nacional negó la idea de que el filósofo inglés Jeremy Bentham apoyaba y recomendaba la creación de un poder neutro en regímenes republicanos.

 

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