¡El juego perfecto!

La hazaña de los niños regiomontanos que maravilló al mundo del beisbol en 1957.

Marco A. Villa

Los mexicanos han ganado tres veces la Serie Mundial de los niños: en 1957 con el juego perfecto de Ángel Macías; en 1958 con un excelso picheo de Héctor la Malita Torres, y en 1997 remontando el marcador al hacer cuatro carreras en la última entrada. Los tres equipos han sido de Nuevo León.

 

Los preparativos

Los catorce niños que acudieron al campeonato mundial a celebrarse en Williamsport eran residentes de la industrialosa Monterrey, que en la década de los cincuenta del siglo XX vivía una importante ebullición. Fue un periodo en el que esta ciudad se transformó en metrópoli luego de expandirse hacia los municipios de San Pedro Garza García, Guadalupe y San Nicolás de los Garza, además de que duplicó su población, aunque más del 85 por ciento se concentraba en la actual capital de Nuevo León. Por ello, una vez difundida la convocatoria que los invitaba a jugar en Pennsylvania, lo último que faltó fueron niños entusiastas que soñaban con seguir practicando el deporte de sus amores incluso en las grandes instancias.

Con la escuadra profesional de los Industriales de Monterrey (antes llamada Carta Blanca y después Sultanes) como el principal foco de su idolatría, la práctica del beisbol en los baldíos, plazas y calles de la ciudad era una apasionante postal cotidiana. Con palos de escoba, ramas de árbol, pedazos de madera y a veces hasta con esféricas que no eran otra cosa más que marañas de trapo, los niños jugaban con gran frenesí. Tampoco había propiamente una liga de beisbol infantil, pero se lograron reforzar los equipos ya existentes de donde saldrían los “pequeños gigantes” que acudirían a la cita.

El veterano de guerra estadounidense Lucky Haskins, en su calidad de responsable del programa de Ligas Pequeñas de la ciudad, los convocó para disputar un torneo local y algunas empresas respaldaron el llamado apoyando con uniformes y equipo a los conjuntos participantes. Así, los Botelleros de Vidriera, Mineros de Peñoles, Tubitos de Tubacero e Incas de ACCO estaban listos para competir. Además, a todos sus integrantes les tocó limpiar el gran lote baldío atiborrado de piedras que les serviría de campo principal.

Lucky, por su parte, tuvo que convencer a César Faz de ocuparse de los menores que serían seleccionados. Al principio estuvo renuente, pero finalmente aceptó. Rumores exponen que accedió empujado por don Roberto G. Sada, empresario del vidrio en la localidad, quien lo llamó a sus oficinas de Vidriera para pedirle el favor. Nacido en San Antonio, Texas, Faz estaba familiarizado con los programas de entrenamiento para la formación de jóvenes beisbolistas en Estados Unidos, ya que había sido batboy de los Misioneros de San Antonio, una franquicia local que fungía como sucursal del equipo profesional de los Cafés de San Luis.

Por eso, Haskins lo consideraba el candidato ideal, aunado a que había dirigido a la selección de beisbol amateur de la entidad, con la que se había quedado a un paso de ganar el campeonato nacional. Trabajaba también en la empresa FAMA (Fabricación de Máquinas), donde además de desarrollarse en diversos puestos, llegó a ser director de deportes. El tercer responsable en aquella aventura sería el coach de los Mineros de Peñoles y pionero del beisbol infantil en la región: José González Torres.

Concluida la competición casera, la selección estaba lista: Ricardo Treviño, Jesús Contreras, Rafael Estrello, Alfonso Cortez, Gerardo González, José Maiz, Ángel Macías, Enrique Suárez, Roberto Mendiola, Francisco Aguilar, Baltazar Charles, Norberto Villarreal, Mario Ontiveros y Fidel Ruiz, elegido su capitán. Todos compensaban la falta de conocimiento sobre el juego y disciplina con su alegría y arrojo. La precaria condición económica de la mayoría también fue subsanada con su anhelo de trascender.

El trabajo físico de cara al torneo de verano fue intenso; de dos a seis de la tarde. Acababan tan cansados que algunas veces “se quedaban dormidos bajo el árbol” que flanqueaba el campo, según dijo César Faz en una entrevista hace algunos años. Y “después de cada sesión de entrenamiento, y ya escondido el sol […] iniciaban el viaje de regreso a sus hogares, unos en camiones urbanos, otros en bicicletas, pero la mayoría como había llegado: caminando”, según escribió César en su libro Los pequeños gigantes.

Todo el seleccionado de la Liga Industrial regia probaba la férrea disciplina de su entrenador, basada en la repetición de jugadas. Bateo, toques, fildeo, barridas, robos de base, recorridos… hasta quinientas veces en cinco días. A fin de cuentas, aprendían el juego a marchas forzadas. Así fue como Pepe Maiz se acostumbró a no mover los pies y empuñar el bate en alto cuando las bolas pasaban cerca de su cuerpo, y Ángel ya no lanzaba más esos descontrolados pelotazos de zurda o de derecha con los que trataba de matar a los gallos o atinar a la cubeta metálica montada sobre alguno de los palos que detenían el tejabán de su humilde morada, ubicada en la colonia Obrerista.

La gestión para conseguir más equipamiento y recursos económicos para el viaje tampoco cesó. Faz contó que Lucky tuvo la idea vender talonarios con boletos de participación, la cual resultó muy buena. Los peloteritos los ofrecieron en la fundidora, la vidriera y en otras fábricas, así como en la calle. Ángel juntó dinero acarreando agua a sus vecinos y el señor Suárez, papá de Enrique, ganó cincuenta pesos donando en el banco de sangre y los cedió a la causa de los pequeños. Con todo y que muchos se mostraron escépticos porque pensaban que perderían y volverían pronto, el equipo finalmente emprendió su marcha.

El sinuoso camino a la gloria

Sin recursos, pero con gran espíritu y una visa inicial de tres días, salieron de Monterrey a bordo de un viejo autobús, despedidos con una mezcla de algarabía y nostalgia por sus familiares y algunos curiosos. Después de varias horas cruzaron por fin el río Bravo (por Reynosa, Tamaulipas) con relativa facilidad, pues aparentemente volverían en tres días. Para sorpresa de los peloteritos y convencidos de que aún necesitaban ejercitarse, el primer reto fue caminar varias millas hasta McAllen, Texas, aunque en algunos tramos también avanzaron de aventón.

En esta ciudad los esperaban sus primeros cinco cotejos, a disputarse sobre el luminoso empastado de la ciudad. Pasaron por encima de Mission, Western Brownsville, Mc-Allen, Weslaco y la otra representación nacional, procedente de Ciudad de México, a la que le propinaron una abultada derrota. El camino a Williamsport se acortaba, pero todavía faltaba competir en más torneos, conseguir fondos y extender el visado para seguir la odisea. Con la pericia de Lucky y el apoyo de la comunidad, lograron cumplir ambos objetivos y continuar. Los niños, por su parte, llegaron a pasar la gorra entre los asistentes a sus juegos, tratando de ganar algunas monedas para sus viáticos.

Días después se trasladan más de doscientos kilómetros al norte para llegar a Corpus Christi, donde los peloteritos regiomontanos ganan sus dos juegos ante rivales supuestamente más avezados y mejor equipados. El siguiente objetivo es el Torneo Regional del Sur, a celebrarse en la ciudad de Fort Worth entre el 15 y 17 de agosto de 1957. Para sorpresa de la concurrencia, resuelven favorablemente otros dos compromisos, contra Houston en extrainnings y sobre Waco en la final, con lo que se proclaman campeones de Texas, lo que desata la algarabía del numeroso público que ya les sigue en ambas naciones.

La siguiente y última parada antes de Williamsport es Louisville, Kentucky, a la que llegarían en avión, pues su hazaña ha resonado tanto que el apoyo económico se vuelve una constante. Nuevamente obtienen sendas blanqueadas sobre la novena de Biloxi, Mississippi (13-0) y Owensboro, Kentucky (3-0). Habían ganado a toda ley su boleto a la Serie Mundial en Pennsylvania. Pero antes de partir, los despidieron con una fiesta en su honor, fueron atendidos por el presidente municipal y visitaron la famosa fábrica de bates Louisville Slugger.

Siguiente parada: Williamsport

Hasta antes del campeonato mundial, los mexicanos habían acumulado cerca de ochenta carreras y recibido doce, lo que los colocaba como un rival peligroso ante los otros tres conjuntos que disputaban el torneo: Bridgeport (Connecticut), La Mesa (California) y Michigan. Para colmo, el suspenso aumentó luego de que un fuerte aguacero obligara a los organizadores a postergarlo, aunque no por mucho tiempo. Una vez pesados y medidos –la superioridad de los estadounidenses en ambos aspectos seguía siendo contundente–, los peloteros estaban listos para competir.

Después de vencer a Bridgeport por un cerrado marcador de 2 a 1, los mexicanos se enfrentarían en la final al equipo californiano el viernes 23 de agosto. Hacia la tarde, después de tocar los himnos nacionales de EUA y México mientras las banderas ondeaban en todo lo alto, el viejo sonido local daba la alineación: “Baltazar Charles, segunda base; Beto Villarreal, cácher; Ricardo Treviño, primera base; José Maíz, jardinero izquierdo; Ángel Macías, pícher; Fidel Ruiz, tercera base; Gerardo González, shortstop; Enrique Suárez, jardinero central; Rafael Estrello, jardinero derecho”. Ganaron el volado y eligieron batear primero. Horas después, el triunfo era suyo tras una curva de Ángel Macías que terminó por convertirse en el tercer strike. En total, once ponches y siete retirados que no pudieron recorrer los senderos.

 

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