La consigna fue contundente: “La prostitución es un vicio o lacra social, pero además, es para las sociedades una necesidad en cuanto realiza funciones de válvula de escape, para la satisfacción de apetitos biológicos, que la colectividad deriva y canaliza al margen de la organización que la religión santifica y que el derecho consagra en forma de contrato solemne”.
El funcionario duranguense José Ángel Ceniceros, que quizá en ese momento se desempeñaba como subprocurador general de la República, inauguraba con esta y otras palabras el congreso “técnico y moralizador” contra el vicio en la capital del país.
La instrucción para llevar a cabo tal evento llegó del mismo despacho presidencial cuando, el 30 de diciembre anterior, el general Manuel Ávila Camacho dispuso que era tiempo de dirimir –y sobre todo reglamentar– los acaecimientos en torno al vicio que aquejaban a la sociedad capitalina. Así las cosas, el Palacio de Bellas Artes recibió del 15 al 22 de febrero de 1944 a representantes de distintos sectores sociales para debatir las problemáticas y establecer nuevos o renovados parámetros bajo los cuales se condicionaría la relajación de la moral y las adecuadas costumbres en los distintos ambientes nocturnos provistos para el baile, el trago, la prostitución y el entretenimiento.
Pero desde los años previos al evento, el énfasis estaba puesto en el alcoholismo y la prostitución de mujeres y hombres –incluso menores de edad–, que por entonces vivían una proliferación alarmante. Además, ya no solamente había un crecimiento de los cabarés de primera línea que funcionaban en horarios nocturnos, sino que ahora también operaban los de segunda o tercera categoría desde tempranas horas del día; los más conocidos ubicados al sur del cuadro central de Ciudad de México.
La problemática no solo era tan añeja como aceptada y hasta aprovechada por algunas autoridades que solían extorsionar a los dueños de los centros nocturnos para dejarlos operar, a pesar de que trasgredían los reglamentos del sector, o simplemente para que los burócratas de altos vuelos, generales, diplomáticos y otras empoderadas figuras –como Maximino Ávila Camacho, hermano del mandatario– gozaran su oferta. A fin de cuentas, para nadie era un secreto la inmunidad de los establecimientos con “influencias” políticas y poder económico, así como el patrocinio y la protección del que varios de ellos gozaban desde los años treinta.
Pero en aras de reivindicar la demandada moral, había otros que sí eran castigados… aunque no por mucho tiempo. En su nota publicada en Excélsior el día de la inauguración del evento, Concha Virrareal señalaba el disimulo en la procuración de la legalidad al decir que solo “se clausura provisionalmente y se multa a los centros infractores en los cuales se ha sorprendido a parejas in fraganti, residencia de cabareteras […] corrupción de menores, etcétera, en lugar de que se les impongan las sanciones que corresponden y se les clausure definitivamente”.
En los días siguientes al congreso, las posibles medidas comenzaron a rondar en las páginas de la prensa. Por su parte, el regente capitalino Javier Rojo Gómez alabó la iniciativa del presidente de convertir en escuela cualquier “centro de vicio” clausurado, además de que él “descubrió que había superabundancia de vicio en México, dispúsose a combatirlo y a seguir clausurando centros non sanctos, como cabaretuchos, como hoteluchos de emergencia y como otros centros de lenocinio barato”, según publicara Sensaciones en su edición del 13 de marzo de ese año.
El 22 de mayo siguiente, el Diario Oficial de la Federación publicaba el nuevo Reglamento de Cafés Cantantes o Cabarets y Salones de Baile, el cual no distaba mucho de su antecesor de 1931. De igual forma, quedó lejos de ser el colofón del asunto, aunado a que su puesta en marcha solo fue parcial y temporal. Incluso, para el 7 de junio el propio presidente recibió una carta del Comité de Defensa Pro-Derechos de la Mujer, la Fraternal de Meseros y otras asociaciones en la que le agradecían su intervención en el asunto, pues “de no haberse suspendido los efectos del reglamento, se hubieran lesionado grandemente a un sinnúmero de trabajadores”.
Otras conductas prohibidas en el documento siguieron pasándose por alto, como el freno a la corrupción por parte de las autoridades, al igual que el ejercicio de la prostitución. Además, durante el siguiente sexenio presidencial de Miguel Alemán, las cosas definitivamente no mejoraron para los grupos que demandaban su control y erradicación. En cambio, para los amantes de la vida nocturna, los asiduos a las casas de citas de alto nombre como La Bandida, o los obreros y oficinistas deseosos de beber, bailar y fichar en los tugurios de la calle Cuauhtemotzin, la oferta siguió por algunos años más.
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¡Contra la "superabundancia" de vicio!